Cambio de año, en el cambio de era
La nueva mística consiste en dejarse llevar por el deseo, por las pulsiones y no por dedicarle tiempo al pensamiento racional, a la contemplación del misterio que nos envuelve
Muchos investigadores nos alertan desde un pesimismo atroz o desde un optimismo naif que estamos ante un cambio de era, tan grande como el que supuso el paleolítico. La nueva característica de este cambio no es la agricultura sino la ingeniería tecnológica. Los cambios que se avecinan son tan radicales que se nos plantean como una revolución cultural y antropológica.
La iglesia ante este momento trascendental tendrá que responder cambiando el paradigma de la que considera evangelizar. Se trata de que, si estamos al final de la modernidad en era de la confianza en la ciencia y en el progreso, hemos de empezar a presentar una nueva fuente para la esperanza no cifrada en los logros humanos. Una esperanza ha de partir desde los fundamentos antropológicos que se encuentran en el origen divino de lo humano. «Salvar lo humano» como dice Hadjadj es la tarea más simple y urgente. Requiere un cambio del lenguaje. Hablar de conversión como necesidad de distanciamiento de la tecnología y una exigencia despojamiento de lo superfluo, establecer la diferencia entre globalización y catolicidad, salvándolo lo local e inculturándonos, a la vez que defendiendo lo universal compartido por todos los seres humanos; establecer la diferencia entre ecología a secas adoradora de la naturaleza en detrimento de los seres humanos y ecología integral.
Uno de los cambios más significativos al que hemos de enfrentarnos es la tecnología entendida como nueva religión. A las ofertas de salvación seculares. Más que hablar o dialogar con el ateísmo hay que empezar a hacerlo con los que dedican todo su tiempo al uso e interacción con los productos de la tecnología. Este uso omnipresente demanda terapias posteriores para controlar el estrés, refugios psicológicos para contrarrestarlo, como el budismo y sus técnicas de meditación.
La batalla antropológica exige presentar la razón y lo razonable de un modo nuevo, porque lo que hay delante es un culto a la emoción, a las sensaciones subjetivas. Instalados en un relativismo acrítico lo relevante no es la verdad ni lo que «yo siento», lo que «yo construyó». La nueva mística consiste en dejarse llevar por el deseo, por las pulsiones y no por dedicarle tiempo al pensamiento racional, a la contemplación del misterio que nos envuelve. Este ya solo se usa para la operatividad, la ingeniería, o el cinismo. «La industria de la felicidad vive de provocar la infelicidad», dicen los autores del libro Nadie nace en un cuerpo equivocado. «La felicidad deja de ser el efecto secundario de una vida sabia y virtuosa, productiva, un resultado que solo se alcanza si no se busca directamente y se valorará al final de la vida, y pasa a ser un objetivo por sí mismo que hay que buscar como meta directa. La apología permanente de las emociones intensas y hedónicamente positivas termina ensalzando una felicidad blanda, fofa, intrascendente, vivida dentro del yo, ensimismada y alelada, solo atenta al saldo resultante de restar las incomodidades a las comodidades, las molestias a los placeres».
Contrariamente a lo que se podría pensar como herencia de la modernidad, es decir, que nuestra época es el éxtasis del materialismo, lo que sucede paradójicamente es lo contrario. Se está haciendo espiritualista y desmaterializándose. La sexualidad desencarnada reclama urgentemente una sexualidad encarnada. En el horizonte de una sociedad individualista tendrá que aparecer necesariamente un retorno a lo comunitario. Empezando por una defensa rehabilitadora de la familia como refugio para una vida hostil y llena de solitarios. La familia como un entorno de vida unificada, real, histórica. La familia como algo más que un útil funcional de una sociedad desvinculada y descomprometida en las relaciones amorosas. Presentar el cristianismo como algo carnal, material, cultural, anclado en la biología es urgente frente al espiritualismo que separa la materia del espíritu, hace que esta sea manipulable. El cuerpo manejable como un objeto, un estorbo construible a dictados del deseo, hace comprensible la propuesta profética de San Juan Pablo II. En estos tiempos, en los que el dragón persigue a la mujer por su matriz, en su ser madre, esposa, simplemente mujer (Apc. 12) hace falta abordar una teología del sexo, una teología de la mujer y de la maternidad, una teología de la virilidad y de la paternidad.
En una era de la sofisticación tecnológica se hace necesario reclamar la simplicidad de vida. Volver a las evidencias, hacia el sermón del monte, al cántico a las criaturas, a las cosas simples. Disfrutemos esta navidad de la simplicidad del Belén, en el centro del hogar, de la familia sin alharacas consumistas, de la contemplación del misterio de un Dios encarnado en las miserias humanas que nos llama a rescatar las evidencias, que nos devuelva la esperanza.
La esperanza en definitiva no es más que la confianza depositada en que Dios es el Señor de la historia. No necesitamos utopías ni nostalgias de no sé qué tiempos pretéritos, ni ideologías salvadoras, solo hay que tener paciencia sabiendo que Dios lleva la historia con rectitud, aunque sometida a nuestra libertad, a veces egoísta, guerrera, violenta. Ciertamente, todo pasa por la Cruz que nos autoinfligimos o que nos aplasta siendo inocentes. Pero la misma Cruz es el antídoto contra el veneno del miedo, de la soledad, del individualismo, del egoísmo, que son la causa, lo que está detrás, de las peligrosas derivas de nuestro mundo hacia la falta de respeto a la naturaleza, falta de respeto al cuerpo, de desprecio a la vida de los otros, destrucción de los vínculos familiares, que nos hace prisioneros de la vorágine de un progreso que no es humano porque no nos hace más felices.
Hay que volver la mirada a Belén, la pequeña, la humilde ciudad, donde nacerá el Mesías, el Salvador, el verdadero antídoto, la simplicidad, contra el mal, la sofisticación tecnológica, los artificios filosóficos llenos de falsas esperanzas que nos asolan por todos lados.