Las verdades del barquero Benedicto XVI
No hay nada como el decaer de la vida para quitarnos, un poco, la tontería
Sí. Este es el típico artículo de obviedades funestas con el que uno cree, en un ingenuo arreón de creatividad, poder desvelar a los humanos el secreto irresoluble de la existencia. Pero, antes de que lo escriba otro, ya lo hago yo de mil amores.
Benedicto XVI se apaga en este momento, como se acaba de apagar O Rei Pelé mientras avanzo letra a letra, lentamente, sobre el blanco de la pantalla del ordenador; y con el Papa emérito se irá una vida más con todas sus intenciones, sus victorias, sus fracasos, sus conquistas, sus derrotas, como tantas otras vidas, como tantos otros hombres, desde que el mundo es mundo.
En este caso no es una vida cualquiera, sino que es la de un viejo príncipe, como antaño se entendía el rango de los señores de Roma, con su capa, su báculo, y su poder temporal sobre las almas de los fieles. Pero todo ese poder y magnificencia, esa grandeza exagerada por el entorno singular y algo demodé que a los seguidores de Sorrentino tanto les priva, no ha conseguido parar el segundero, el minutero y el vertiginoso decaer de las horas hacia el crepúsculo final. Es muy obvio, ¿no? Sin embargo, en nosotros, al hilvanar un par de pensamientos, sentimos que algo se resiste a mirarlo, a reconocerlo, a afrontarlo valientemente; y postergamos a lo largo de las jornadas el triste hecho de que todo lo que uno ama ha de morir, que no podrá «hacer nada por retenerlo», como dicen los poetas que hace el agua que se escapa entre los dedos y como hacen las personas más queridas, cuando se resbalan de nuestro lado y nos dejan atrás, o nos adelantan por la «veredita alegre» hacia lo eterno, o hacia el olvido.
Por eso, que alguien se apague y que atraviese el velo del ocaso, en cierto sentido, no deja de ser un gesto, una llamada, un signo de alguien desde el otro lado, ya que nos recuerda nuestro inevitable destino; ese destino que unos dicen -sin ver- que sigue más allá y otros se enroscan embebidos en su abrazo de carne y seda.
Ese destino final de las horas, de los afectos, de los amores, de los disgustos, las alegrías y algunas gestas que también se esfumarán con el languidecer del día y que ya no volverán nunca más. Así que la muerte, con sus pequeñas derrotas cotidianas también nos avisa de vez en cuando, antes incluso de venir definitivamente, y nos dice que todo aquello por lo que nos dejamos la piel a diario perecerá, o que prenderá misteriosamente en otra persona, en sus obras y en sus ojos.
La verdad del gran barquero de la Iglesia, Benedicto XVI, igual en su decaer a todos nosotros, nos deja en silencio, nos enmudece como los grandes acontecimientos cotidianos que nos superan y nos obligan, de alguna manera, a parar para reconocer que incluso en la distracción más absoluta, nuestro corazón siempre ansía un más allá, cuyas orillas nos refresquen un poco los pies y que tenga, por supuesto, un rostro amable, un rostro esperado, un rostro amigo, mientras la barca de Pedro se desliza en el rumor amoroso del oleaje. Eso también es Navidad.