«Bienaventurados…»
Solo el amor es eterno y convierte al hombre en sujeto de eternidad
Desde pequeños hemos sido educados en la necesidad imperiosa de triunfar, de conseguir todas las metas al precio que sea con tal de ganar en la carrera de la vida. Pero triunfar no es lo mismo que acertar, pues muchas veces podemos comprobar que una buena derrota nos lleva a aprender cosas insospechadas y a experimentar situaciones vitales mucho más profundas y auténticas. Es por esto que Jesús, cuando enseña a sus discípulos el verdadero camino de la felicidad, no propone coma tal la satisfacción de nuestros deseos, incluso los más nobles, sino una total identificación con la voluntad del Padre celestial. A nadie le apetece llorar, ser calumniado, ser pobre en el espíritu o tantas otras situaciones que dan lugar a un sufrimiento interior terrible, pero precisamente ahí, en esos momentos de desnudez espiritual y de clara conciencia de nuestros límites, es cuando tenemos las mejores disposiciones para recibir el amor de Dios y somos visitados por su gracia. Esto no quiere decir ni mucho menos que Dios quiera el sufrimiento humano o que lo permita con una absoluta indiferencia, como si fuera un médico que observa a un paciente al cual le ha indicado una terapia especialmente dolorosa para conseguir la curación. Al tomar la carne humana se hace solidario del destino de los hombres y padece con ellos las consecuencias del mal, haciendo precisamente del sufrimiento el espacio para la salvación. Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que las bienaventuranzas describen el verdadero rostro de Cristo, el cual toma como principio rector de su vida el amor como capacidad para entregarse aún cuando esto suponga sufrir, ser perseguido o padecer por el amado. A lo largo de los siglos millones de almas han encontrado en las bienaventuranzas un camino seguro para identificarse con Cristo, pues frente a un mundo hostil y competitivo han preferido tomar la senda de la vida interior por medio de la cual, con la ayuda del Espíritu Santo, han esculpido día a día las actitudes que dan realmente valor a la historia personal y a la historia en general. Son los santos los hombres y mujeres que se convierten en faros que guían a cada generación hacia el puerto seguro. Son ellos, con el espíritu de las bienaventuranzas, los que siguen recordando a todos que el valor de la vida humana no reside en el poder, ni la fama ni en el éxito, pues todo ello es pasajero y se puede perder en cualquier momento. Solo el amor es eterno y convierte al hombre en sujeto de eternidad.