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hay jinetes de luzPablo Velasco

Teoría y práctica de la arenga a los hijos

Uno querría enardecer sus ánimos, y vaya, sobre todo, que obedezcan

Actualizada 11:10

En esa fiesta de la lengua que es Diccionario para un macuto, dice García Serrano en la entrada «arenga» que según la Academia se trata de un discurso solemne y de elevado tono con el fin de enardecer los ánimos. Una alocución que se dirige por un jefe a sus subordinados para alentarles en el cumplimiento del deber o animarles a realizar actos extraordinarios. Se caracterizan por ser breves, enérgicas y directas. Aunque a su vez, habría que diferenciar según la carga retórica. Por ejemplo, aquella que el mismo García Serrano escuchó por primera vez de Mola: «Salimos con honor: volveremos con honor», o la que recoge de Alonso de Contreras: «¡A cenar con Cristo o a Constantinopla!». Claramente merecen un grupo diferenciado de la que también recibió el autor en Somosierra: «¡Adelante: al que le den que se joda!», o aquella otra que también servía para chaquetear (es decir, para retirarse): «¡Marica el último!».

No hay que olvidar que una buena canción puede servir también a nuestro propósito. Que se lo digan a los franceses con su Marsellesa, toda una arenga. Los gabachos son los únicos que pueden plantar cara al haka de Nueva Zelanda con la composición que se marcó en una sola noche el capitán de guarnición Rouget. «El odio a los tiranos. La angustia por la tierra natal. La confianza en la victoria. El amor a la libertad», lo tiene todo, como dice Zweig: «Y los generales enemigos, que sólo pueden alentar a sus soldados con la vieja receta de la doble ración de aguardiente, ven con horror que no tienen con qué enfrentarse a la fuerza explosiva de ese himno terrible».

Uno que tiene a su cargo como padre a una buena purrela, y que la misión que tiene encomendada es intentar educarles lo mejor posible, querría enardecer sus ánimos, y vaya, sobre todo, que obedezcan. Ya metidos en gastos, que lo hagan al estilo del padre de Mary Poppins, para decir aquello de «las seis y tres y los niños, muy sumisos, esperan ya, cenados y de pie. Luego los voy a acariciar y suben a dormir. Cual gran señor yo vivo aquí». Vale, esto no le ha pasado a nadie y sé que la brega diaria cansa, pero también quiero defender, y que me perdone el maestro Luri, que el oído sí es el órgano de la educación. Claro que sí, el ojo también, y el ejemplo, y eso de que nos miran siempre, incluso cuando por la noche se han dormido y hemos cerrado la puerta de su cuarto. Pero hoy defenderé la necesidad de la palabra en la educación. De las palabras bellas y de la memoria.

Inspirado por un bellísimo ensayo sobre la educación que acaban de publicar Daniel Capó y Carlos Granados (Florecer, editorial Didaskalos), rezo por poder animar a los míos «a aspirar a la vida grande, a llamar a la vida y aceptarla con sus riesgos, sin ceder a los dictados de la desesperanza».

Consciente de mi incapacidad retórica, he tirado de mi patrimonio. Recordé (ese es el verbo, pasar de nuevo por el corazón) aquel «¡Roma no se construyó en un día!» con el que mi madre nos alentaba de niños. Porque lo bello, lo bueno y lo verdadero no viene así de repente.

Y en esas estoy, ahora sí haciendo caso de Luri, ejerciendo mi derecho a ser pesado, y cada mañana les repito esas mismas palabras a mi pequeño tercio. Lleno de dudas, claro, porque aquí a ver cómo compruebo que algo les ha llegado. Me vengo arriba porque esas palabras me suenan a pieza demosteniana. Quizá debería acompañar la arenga con un golpe de pecho como hacía Carlos Aimar, el entrenador argentino especialista en salvar a equipos españoles del descenso a segunda.

–Papá quizá Roma, pero XXX (no pongo el nombre de nuestro pueblo para no herir sensibilidades) seguro que no.

–¡Se hizo en dos tardes!– apunta otro.

Misión cumplida. El humor es prueba suficiente de la recepción activa.

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