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noches del sacromonteRicardo Franco

Laten corazones bajo los escombros del terremoto

Me pregunto si alguno de los razonamientos con los que creemos ser originales, pueden consolar la incertidumbre de las personas que nos rodean

La vida diaria se parece mucho al ejercicio de escribir, o al de divagar en estos viajes en autobús entre Madrid y Granada, ya que decidirse a hacerlo (vivir o divagar escribiendo) siempre conlleva una lucha contra uno mismo y contra las tentaciones que se aparecen en el pensamiento con su persistente atractivo.

Para quien tiene ese fogonazo de consciencia en medio de la confusión, la vida le muestra su valor infinito e inalcanzable y, al mismo tiempo, el deseo de una necesaria ascesis para aprender a reconocer la belleza que ha visto entre tanto espejismo.

Como en el niño que aprende las palabras y descubre una que nombra lo que siente por sus padres, en nosotros, con el tiempo, dicha ascesis da su fruto en forma de preguntas que nadie puede enseñarnos a formular.

Quien secunda ese deseo de querer vivir más allá del olvido y de las respuestas fáciles, descubrirá cosas inadvertidas que suceden alrededor y que se vuelven inasibles al querer pensarlas o encerrarlas en una palabra o en un sentimiento: miedos, preocupaciones abstractas, palabras que se enroscan a la divagación, amaneceres y atardeceres sin espectadores y todos esos días que pasan lentamente ante nuestros ojos ciegos formando semanas fugaces, acontecimientos, encuentros, o desencuentros que, en la mayoría de los casos, se reducen a choques de ego y ansias por llevar razón.

Sin embargo, con el deseo de vivir tampoco basta. El buen observador descubre, tarde o temprano, que (desear) tratar de vivir es como tratar de reanimar una alegría muerta que solo puede volver a despertar cuando alguien distinto la mira de nuevo y descubre el bien sorpresivo y gratuito del amor, como bien saben los enamorados cuando, con sus nuevos ojos, atraviesan los velos de la piel para penetrar las simas del alma.

Hemos sabido desde siempre que es la mirada amorosa de otro la verdadera ciencia que nos desvela a nosotros mismos nuestro propio misterio. Y que es el amor el que desvela los detalles desconocidos de nuestra belleza. Pero lo olvidamos, y lo cambiamos por la utilidad o por algún manual de instrucciones del último gurú de moda que, cómo no, se ríe del amor y también de nosotros.

Por eso muchas veces me pregunto a lo largo de estos viajes de ida y vuelta o a lo largo de mis paseos, cuando yo mismo no he sucumbido al ruido de la actualidad, o cuando no me hallo en medio de mi misma divagación sorda, si todas nuestras palabras, todas nuestras quejas, todos nuestros lamentos ajenos a ese amor luminoso, nos sirven de algo a nosotros y a las personas que nos acompañan, o a las personas que verdaderamente lo pasan mal en este mundo y buscan un consuelo sin hallarlo en nadie.

También me pregunto si alguno de los razonamientos con los que creemos ser originales, pueden consolar un solo instante toda la incertidumbre de tantas personas que nos rodean y que, de improviso, son azotadas por el mal, por la enfermedad, por el infortunio. Pero sobre todo me pregunto si toda nuestra verborrea, tan llena de soberbia, tan vacía de ese amor que nos desvela, puede resucitar alguno de los cuerpos que aún esperan nuestra mirada bajo el sepulcro de la monotonía y del temblor mortal de los terremotos.