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noches del sacromonteRicardo Franco

El ultracatolicismo no existe, queridos cristianos

El ultracatolicismo no sabe nada de la ternura de Dios, ni sabe nada de su perdón, ni sabe nada de resucitar la alegría en los corazones moribundos

A diario, sobre todo últimamente, desde que los cristianos no saben lo que creen y vienen de fuera los intelectuales a decirles qué es la fe, se habla de abstracciones para hacer una nomenclatura de distintas ramas, más o menos radicales, del cristianismo romano.

Una de ellas es el ultracatolicismo: categoría esta que sirve para denominar a esos creyentes irracionalmente radicalizados en su creencia y que piensan poco, excepto para imponer un modo de vida los demás. Pero eso, como tal, no existe sino en la cabeza de quien reduce el cristianismo a una moral o a una religión.

Ustedes dirán que sí y que yo he debido beber demasiado antes de volverme a Madrid, pero esta vez (lo prometo) no es el caso. Así que lo repito: El ultracatolicismo no existe. O mejor dicho, no existe cuando se descubre la grandeza de Cristo.

Sí existe la luz del rostro de Jesús que brota e ilumina la vida de los hombres desde las páginas del evangelio y desde hace 2.000 años. Pero esa luz es de misericordia, de amor, de ternura y de magnanimidad con todos los que abren ese libro para descubrir a los protagonistas de aquella gracia dentro de un cuerpo humano.

Sí existe un Hombre que ha levantado del polvo a la mujer mientras caían las piedras de las manos fariseas. Sí existe un Hombre de cuyo manto brotaba la salud. Sí existe un Hombre ante cuya presencia pasaban las horas sin el peso de la monotonía a la que, desgraciadamente, estamos tan acostumbrados.

Sí existe un Hombre ante cuya mirada el corazón vuela y se hace ligero porque encuentra la presencia carnal que anhela cada generación desde que el Paraíso se cerró a todas las visitas. Y sí existe el Hombre fundador del cristianismo: Cristo Jesús. Cristo, Hijo de María. Compañero amoroso de Pedro, de Juan, de Pablo; compañero de santa Teresa, de san Juan, de san Francisco y de santa Clara; «compañero del alma compañero» de todos los santos que, por serlo, se han abajado hasta arrodillarse en la tierra humilde de todos nuestros límites y de todos nuestros dolores.

Sí existe ese Cristo y la fe en él como fe de paz ( su paz) y como fe de alegría (su alegría). O como fe de vida para quien se deja mirar por Él y empieza, por eso, a mirar a los otros con esa vida nueva en la que el rencor, la venganza, la medida y los reproches dejan, poco a poco, de existir.

Sí existen Cristo y los pocos cristianos que lo han reconocido como Dios presente en medio de nosotros porque ha resucitado y, por tanto, está ahora mismo, en este instante. Pero el ultracatolicismo no existe y si existe, no pertenece a Jesús: nada tiene que ver con él. No es fe cristiana. Porque el ultracatolicismo no sabe nada de la ternura de Dios, ni sabe nada de su perdón, ni sabe nada de resucitar la alegría en los corazones moribundos.

Los cristianos deberían abrir de vez en cuando el evangelio. En él no hallarían otra radicalidad que la entrega del amor de Cristo y el descubrimiento de esa palabra tan olvidada por el ultracatolicismo como es la de prójimo, como es la de hijo, como es la de padre.

Los cristianos al abrir el evangelio ( o escucharlo a diario en este periódico) no hallarían ninguna de las imposiciones de esa soberbia diabólica tan propia de aquellos que, aprovechando la ignorancia sí han inventado el «palabro» 'ultracatolicismo' para confundirnos, enfrentarnos y esclavizarnos dentro de una ideología contra el mismo Cristo y contra nosotros, sus hermanos. Una ideología de división, de supremacía moral y de racismo que en Cristo nunca ha existido y que, tarde o temprano, como todo imperio contra el corazón de los hombres, también desaparecerá bajo las aguas del tiempo. Por favor, no me sean ultras; no se dejen confundir por sucedáneos y miren a Cristo en el Evangelio. Quizá no les hará mejores, aunque sí un poco más soportables para sí mismos y para su entorno más cercano.