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noches del sacromonteRicardo Franco

Milagros cuaresmales en el Metro de Madrid

Ahí va el ciudadano real con sus dolores, sus alegrías, sus deseos, sus amores y su diario trajinar politizado al mismo sitio

La vida real respira en el Metro, bajo la tierra, debajo del ruido y la estridente luz de la ciudad. Ahí va el ciudadano real con sus dolores, sus alegrías, sus deseos, sus amores y su diario trajinar politizado al mismo sitio, a la misma hora de salida y a la misma hora de vuelta a casa. Gente trajeada, gente en chándal, gente de oficina; gente que pone cien cafés a la hora, gente que limpia, gente que estudia, gente que ordena. Gente, en definitiva, que solo anhela un asiento y que me pisa cada mañana mis lustrosos zapatos flamencos.

Esa vida real de personas muy reales tiene un olor a ducha rápida, a pelo mojado y ropa cómoda de batalla para enfrentarse a la incertidumbre, o al imprevisto inesperado que pueda trastocar los hábitos laborales de cada jornada.

Esas personas reales, como tú y yo, tienen rostros de aburrimiento frente a los móviles que lanzan sin descanso sus mensajes, sus recomendaciones, sus imágenes fabricadas para el consumo, y que solo tratan de distraer el monótono itinerario hacia el trabajo, hacia el colegio, o hacia la universidad.

Por la mañana esos rostros muestran un cansancio de derrota recién peinada y preparada para enfrentarse con sus solas fuerzas a ese mismo mundo gris, que parece no ofrecer otra cosa que un nueva jornada en la que trabajar o ser trabajado por los caprichos de otros egos.

Hay quién lee e intenta hacerle un hueco al libro; hay quién habla por teléfono, o quién se mira a sí mismo en el reflejo de los cristales, mientras ve pasar la sombra del fin de semana por la oscuridad del túnel. Unos entran, otros salen y se llena de nuevo el espacio que otras piernas con botas nuevas, otros bolsos y otras carteras han dejado previamente en este incesante movimiento vital a un mismo destino.

Quizá unos divagan como un servidor, esperando que no haya muerto otro Papa; o quizá añoran ir a otra parada distinta donde espera alguien. Quizá se lamentan de no estar ahí. «Quizá pueda verla hoy», se dicen ingenuamente. Quizá lloran sin saber por qué. Quizá lo saben y no lloran. Quizá quieren llorar y no pueden, por la sequedad lacrimal que produce el exceso de Instagram.

Por la tarde, esos mismos rostros con sus olores y sus humores son ya distintos. Y arrojan al observador una perplejidad y un ensimismamiento más demacrado; como de absoluta desconexión de todo excepto del deseo de llegar a casa, de no escuchar a nadie, de ponerse cómodo, tumbarse y descansar. Nadie parece conocer a nadie en el traqueteo vespertino de humanidades ausentes de sí mismas, excepto en un milagroso acontecimiento que une misteriosamente a unos extraños cada día, cada hora, en cada estación. A mí me tiene fascinado...

Al salir del vagón sucede. Si no te fijas, no lo ves. La riada de gente ensimismada apura el paso hacia la salida y, muy dispuesta a llegar cuanto antes a casa, forma una única fila frente al ruidoso torno de metal. Pero el ensimismamiento se rompe y, de repente, el milagro: sin que nadie lo pida, sin que haya leyes, indicaciones ni carteles del Metro de Madrid llamando a la urbanidad y las buenas formas, una persona tras otra, una mano tras otra, un alma tras otra salen sujetando la pesada puerta de cristal, para que el de atrás también pueda salir al cielo de la calle sin esfuerzo, como si de un hijo pequeño se tratara.

Y uno, al ver ese imperceptible gesto gratuito y pensar en la ternura inconsciente que unos se dan a otros como una dádiva entre desconocidos, o como una limosna cuaresmal que alivia tenuemente el sufrimiento de cada viajero, no puede dejar de preguntarse: ¿y Dios? ¿Con qué mano de ternura humana nos sujeta Dios este peso de las puertas de la vida? ¿A través de qué ojos nos ha mirado hoy sin darnos cuenta?