¿Cuál es el valor de la mujer después del 8-M?
Lo que una mujer es capaz de hacer no puede agotar totalmente el misterio último que brilla en ella
Una vez pasados los fastos reivindicativos del poder femenino en la sociedad, hay que decir, –porque para eso estamos– que a la hora de llenársenos la boca con las consignas laudatorias, la mayoría de las veces olvidamos introducir en ellas el verdadero valor de ese imán de belleza al que llamamos 'mujer'.
Si la necesaria reivindicación de las féminas en el mundo actual se reduce exclusivamente a su eficiencia, a su eficacia o a su capacidad de hacer mejor que el hombre todas las cosas, reduciremos de un plumazo toda su esencia al pobre límite de la acción, mientras sea capaz de hacerla; es decir, reduciremos su valor a su mera utilidad. Pero el hacer, o el actuar de alguien no es sino la superficie de una esencia última, que está antes de todo lo que sea capaz de alcanzar con su propia voluntad.
Lo que una mujer es capaz de hacer no agota en absoluto el misterio último que brilla en ella como niña, como mujer, o como anciana. Un misterio que le reviste del verdadero y profundo valor que tiene como ser humano, desde que viene al mundo en las entrañas de otra mujer hasta que parte hacia la eternidad dejando tras de sí el aroma de un recuerdo llamado, como deseo de más allá, a no morir nunca.
Si la necesaria reivindicación del valor de una mujer pasa exclusivamente por una imposición de fuerza sobre el hombre, aniquilaremos violentamente toda la dinámica de la realidad en las relaciones humanas, que no se sostienen sobre el poder, sino sobre el amor. Pero hay que haber estado atento a la dinámica de esa realidad para comprender un poco el valor de lo que es una mujer. Y ese valor último solo logra atisbarse como asombro de amor que brota en el hijo ante su madre, en el asombro de amor que brota en el padre ante una hija y en el asombro de amor indescriptible que brota en todos los enamorados, enmudecidos por el embeleso que produce la presencia de la mujer amada.
Ese mismo asombro que clama y palpita dentro de un abrumado Leopardi ante la grandeza de Aspasia: «Rayo divino pareció a mi mente,/Mujer, tu hermosura», dice el poeta intentando, de alguna manera, verbalizar en versos la huella que deja la presencia de una muchacha en la memoria de un hombre con sangre en las venas.
Por eso, más allá de su acción, más profundamente que su aparente capacidad llamada algún día a decaer, la niña, la mujer, la anciana se muestra como una presencia de hermosura indescriptible; de hermosura humana que se vuelve signo vibrante de otra realidad más grande que le precede, tal y como le hace decir Shakespeare a Romeo de su Julieta, cuando se pregunta: «¿Qué hace su hermosura sino recordarme a la que supera su belleza?». ¿Qué hace su hermosura, la de la mujer, sino recordarnos a otra Hermosura divina que la crea, que la habita en lo más profundo y que nos invita con el regalo de su vida a zambullirnos en la visión de lo Eterno?