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Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

¿Para qué sirven los niños?

En las fotos lamentas que crezcan tan rápido; en la brega diaria te preguntas cuánto queda para que se hagan ellos mismos el bocadillo

Llevo ocho años casado y en otros ocho no creo que me reconozca ni la madre que me parió, tantos son los cambios que voy sufriendo. Por fuera, en realidad, poca cosa: solo el envejecer. Es en el interior donde se han producido los mayores trastornos. En estos ocho años he abandonado la mayoría de mis convencimientos anteriores, y los pocos que se mantienen, sea por dudas, sea por falta de energía, sea por hacer la vida vivible, no los defiendo con la vehemencia de antaño. Soy una versión descafeinada, amputada de mí mismo; podría decir que desbrozada o pulida, pero no lo voy a hacer porque sería otra rendición, una más.

Un ejemplo: las fotos. Las aborrecí desde el principio, desde que los móviles con cámara llenaron el mundo de fotógrafos latentes. En adelante a la vida se le exigió ser fotogénica, y por eso, desde entonces, el tiempo no avanza, desfila. Como era de esperar, pronto pasamos de fotografiar la vida para no perderla, a perder la vida para fotografiarla. Ya no había manera ni de correrse una juerga. En lo más loco a alguien se le ocurría desenfundar el móvil, y la fiesta, hasta entonces dionisiaca, se fastidiaba por no haberla dejado correr, se rompía en el intento de conservarla. Así, muchos han caído en la cuenta de que hay momentos que han de fluir, morir y luego ser recordados de aquella manera. De repente han descubierto que la caducidad era un don, de ahí que las redes sociales hayan incluido publicaciones que, como los mensajes que recibía el inspector Gadget, se autodestruyen.

Y dado que todo esto lo vi venir desde el principio, mientras fui joven e intransigente la emprendía a latigazos con los fotógrafos de mi alrededor, como Jesús hizo con los mercaderes del templo. Sin embargo, nada de aquella santa cólera queda en mí. De hecho, he cambiado de bando. La culpa, como le pasó a Adán, la tiene la mujer que Dios me dio. Ella, que no comparte mi parecer en casi ningún aspecto, que le parece que muchas fotos son pocas y que no entiende mi pavor por la venta de la intimidad a las grandes tecnológicas, lleva casi una década subiendo a la nube las fotos y vídeos que realiza a diario. Le pedí que lo dejara de hacer, pero lo que hizo fue pagar una mensualidad para aumentar el almacenamiento. Ahora va a tener que mejorar el plan. Y lo peor es que me parece bien. Una colmena de servidores submarinos le pago si hace falta para que siga con su bendita labor.

Sus vídeos e instantáneas giran en torno a niños que hacen monerías, que corretean, saltan y meriendan sin maneras en el yantar; niños que se pelean, se reconcilian, juegan y se aburren; en suma, niños, los nuestros más concretamente. A estas alturas, Matilde dispone de gigas y gigas de imágenes fechadas. Entra en su nube y a golpe de índice viaja a cualquier día de los últimos ocho años. Además, Google le hace a diario una selección del tipo «tal día como hoy». Las humanísimas entretelas de la IA escogen los momentos más entrañables de los últimos, por ejemplo, 15 de marzo de nuestras vidas. Son una maravilla y a menudo los vemos en la cama antes de empezar la lucha cotidiana. Nos desperezamos y Google nos recuerda los primeros pasos de Manuel o alguna de las ya clásicas pinturas rupestres que Claudia perpetra con los macarrones.

Y así se levanta uno mejor, con ese poquito de vivificante melancolía, con el agradecimiento a flor de labio. Y todo lo que ayude a encarar un lunes, o peor, un sábado, es más que bienvenido. Porque los niños son todo lo fotogénico que tú quieras, pero en la realidad, en el presente, mientras pueden moverse y abrir la boca con espontaneidad, más bien resultan trabajosos. En las fotos lamentas que crezcan tan rápido; en la brega diaria te preguntas cuánto queda para que se hagan ellos mismos el bocadillo. Y eso me ha llevado a descubrir que los niños solo sirven para una cosa, para ser añorados. Lo que mis hijos hacen, desde que se levantan hasta que se acuestan, es edificarme un pasado que no aborreceré, uno en el que con gusto me quedaré a vivir. Entre ellos y Google me tienen el futuro resuelto gracias al pasado y al precio de este esforzado presente. Pero el presente, bah, qué más da. Para lo que dura, lo doy por bien empleado.