No sabemos resucitar, aunque lo aparentamos
Podemos vivir este miércoles sin la dicha entera que cabe en el alma; esa que sólo tiene el niño, mientras conserva su inocencia, y que sólo tiene el muerto al final de su camino por las líneas infinitas de la mano de Dios
Como decía en la anterior columna, citándome a mí mismo sin pudor, sólo Cristo sabe qué es eso de resucitar. Un lector, algo familiarizado con los relatos evangélicos, sabría que Lázaro también experimentó esa victoria sobre la nada a la que todos hemos sido llamados. Pero Lázaro no se resucitó a sí mismo, sino que fue resucitado, ya que el pobre nunca supo qué tipo de alquimia divina devuelve a la carne el vigor y a los ojos su acuoso brillo.
Lázaro no supo nunca un poco más que el resto de los hombres. Él asistió al triste declinar de las fuerzas humanas, cuando por alguna razón que la ciencia aun no consigue descifrar, estas lo abandonaron poco a poco, hasta marcharse de su cuerpo.
Lázaro no supo, como no sabemos nosotros, qué hacer para demorarse a la llamada de la muerte cuando viene y nos lleva, como en esas pinturas de vivísima imaginación milenarista, donde la parca dirige con su guadaña el ritmo de nuestros pasos hacia el sepulcro.
Lo mismo le sucedió a la hija de Jairo que, por muy niña que fuera, tampoco supo regatearle a la muerte su llamada. Y como Lázaro, sólo pudo esperar a apagarse en esa postración que nos seduce con su fatiga.
Y la viuda de Naím tampoco supo cómo hacer para encender de nuevo el corazón de su hijo. Y como Lázaro y como la niña de Jairo, sólo pudo llorar, mientras veía marcharse al fruto de sus entrañas.
La única coincidencia entre los tres es la impotencia ante el paso del tiempo y la impotencia ante la devastación que ese tiempo opera en nuestro cuerpo. Bueno, eso y además encontrarse con quien sí sabía reanimar a los muertos y a los vivos. Después, una vez resucitados, tarde o temprano, volvieron a morir, habiendo visto el poder de Cristo, sí. Pero sin saber reproducir o aparentar, al menos, que podían vivir por segunda vez, como tantas veces pretendemos, a golpes de puro voluntarismo. Así que volvieron a la tumba en esa coincidente manía de los humanos por el apagamiento total y el silencio, una vez llegan a la eternidad.
Y en esa coincidente manía por el apagamiento andamos encerrados también nosotros hoy: un miércoles de tantos en el que ya no felicitamos tanto las Pascuas como el domingo pasado, y somos llamados a vivir y a morir en un mundo que nos acoge, y después ve cómo nos vamos para siempre.
Y sucede también en nosotros, no sólo la muerte física, sino esa otra «muerte pequeña de Andalucía» que dice el poeta granadino Manuel Benítez. Esa muerte pequeña de cada día, de cada instante, cuando deseando –deseando digo–, no alcanzamos nunca los «para siempre» que anhela el corazón. Y nos conformamos con un «ir tirando» hacia la distracción diaria de los cotilleos, los rumores, las hipótesis; las batallas sobre un pasado mejor sin anestesias, las disidencias morales en nombre del estoicismo vendido como nueva fe; los supremacismos culturales, estéticos o ideológicos contra cualquier enemigo al que endosarle nuestra desgracia y mucha queja sobre lo mal que va todo, a modo de placebo. Pero sin la dicha plena que espera el alma, y que sólo alberga el niño en brazos de su madre, o mientras le dejan conservar su inocencia. Y que sólo alberga quien protagoniza un gran amor. Y que sólo alberga el muerto al final de su camino por las líneas infinitas de la mano de Dios. La mano que nos sujeta ahora y que reaviva el rescoldo ahogado entre las pavesas de nuestra extinta alegría.