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Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

​Concebir hijos es de pobres

La cuestión es evitar que, el día de mañana, el niño de turno venga y te pregunte, por ejemplo, quién es su padre, el de verdad, y que tú tengas que contestarle: «Puf… A saber»

Ana Obregón, tan televisiva ella, ha tenido una nieta en diferido. Como ya sabrán, el padre es su hijo, que falleció en 2020; la madre, una mujer cuya identidad, como es natural, no se ha hecho pública, y a la que habrán elegido por la hermosura de sus óvulos y su pedigrí genético. Pero con esto no basta. Aún queda por introducir una segunda madre, la que ha llevado a la criatura dentro durante 9 meses. El asunto se ha orquestado en Estados Unidos, donde la gestante no puede ser también la donante del óvulo. Con ello se busca que la del útero no se encariñe demasiado, ya que un embarazo es largo y está erizado de tentaciones sentimentales. «Vale que de algún modo la has formado –le dirán si por un momento le asalta la idea de quedarse con el medio fruto de sus entrañas–, pero no es tuya, ni por contrato ni por genética. Así que no vengas con historias».

Hay que reconocer que es bastante inteligente lo de que una ponga el óvulo y otra acarree el embarazo. Al final se está mercadeando con el amor, y eso siempre es peliagudo. El amor del cliente, y en parte del producto, requiere del desamor de los intermediarios. Para que en el futuro esa hija-nieta quiera a su abuela-madre como su abuela-madre quiere ser querida, para que no se revuelva ni haga preguntitas ni emprenda un viaje al más puro estilo Marco, hace falta que acepte haber venido de la nada, como caída del cielo, quizá una cigüeña que pasaba por aquí… A esa niña se le exigirá que se sienta huérfana, que pase por alto el hecho de que, en realidad, tiene dos madres, a las cuales pagaron por serlo con la condición de no querer a su hija.

Todo este jaleo, que ayer sonaba inconcebible y hoy extravagante, mañana será de lo más común, al menos entre quienes puedan permitírselo. Concebir hijos a la vieja usanza será cosa de pobres o radicales religiosos, como ya lo es, de hecho, el tener una familia numerosa. Y ya sea porque se nos pasa el arroz antes de que comience la vida, o porque primero va la hipoteca y luego los hijos y las hipotecas están carísimas, o porque quién va a querer jugar a la ruleta de la reproducción cuando no solo puedo elegir la estatura de mis hijos, sino también librarles de algunas enfermedades hereditarias o, cuanto menos, disminuir sus probabilidades de padecerlas, tener hijos como hasta ahora, por desnudez y providencia, responderá a una imposibilidad económica o bien a una decisión ideológica. Y eso siempre y cuando no lo acaben prohibiendo en nombre de la sanidad pública. Tal vez llegue el día en que una mujer embarazada tenga que llevar alguna acreditación para demostrar que el hijo que lleva dentro no es suyo.

El problema, como han sabido ver las clínicas estadounidenses, será afectivo, por eso oigo desde aquí como se frota las manitas el gremio psicológico. La cuestión es evitar que, el día de mañana, el niño de turno venga y te pregunte, por ejemplo, quién es su padre, el de verdad, y que tú tengas que contestarle «Puf… A saber». La única solución que se me ocurre, y que ya veo prosperar a mi alrededor, es que se disuelva la familia y que los conceptos de padre y madre se pierdan o se desliguen del hecho de engendrar. Habría que extirpar de las nuevas generaciones la filiación, de modo que la madre sea simplemente quien le cuida, con lo que podría darse la situación de que no tenga ninguna, o dos, o una por la mañana y otra por la tarde, o una madre de fin de semana… Da igual. Lo que sea. Y cuando, en un ataque de rabia, alguien de los viejos tiempos exclame «¡La madre que me parió!», los niños se pregunten qué tendrá que ver una cosa con otra.