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noches del sacromonteRicardo Franco

¿Se puede vivir sin esperar nada de cada día?

En cada rostro se mezclan esos gestos que denotan el cansancio por la tensión de la costumbre, del qué hacer incuestionable cada día, mientras los pensamientos revolotean el ánimo y vuelan hacia otro lugar

Se puede vivir de muchas maneras. Pero sólo hay una que las sintetiza a todas. No hay más que echar una mirada alrededor para descubrir que cada rostro lleva inscrito un ansia matutina de llegar a alguna parte, o de no querer llegar, con la acechante amenaza del tiempo sobre las obligaciones que sobrevuelan cada ilusión y cada imagen ensoñadora, más o menos al alcance del bolsillo.

En cada rostro se mezclan esos gestos que denotan el cansancio por la tensión de la costumbre, del qué hacer incuestionable cada hora, cada día, mientras los pensamientos, libres, revolotean el ánimo y vuelan hacia otro lugar y tejen otro ideal, otra circunstancia más favorable, otra labor, otro modo distinto de existir, otro amor más nuevo.

En cada rostro siempre hay inscrito un 'ojalá' confuso que desea el cambio de las cosas; que después se disipa a medida que entramos en la horma de la mañana, de las obligaciones sociales en las que otros nos introducen para educarnos, para mandarnos, para ganar dinero y amarlo sobre todas las cosas; para decirnos cómo pensar, qué decir, qué hacer, cuándo no llorar, cuándo y a quién tener miedo; o para indicarnos a modo de libro de instrucciones cómo esconder el dolor de la herida que, de noche, vuelve con su pálpito febril a recordarnos que al alma no le basta ni el orden de palacio, ni el sosiego.

En cada rostro está grabado ese 'ojalá' del niño interior que aún sigue jugando y mira cómo acaricia al paisaje una sombra de nube lejana, a la que asciende en espíritu con su cometa, pero nunca totalmente con la carne, que se queda aquí: en la realidad, en las horas espesas y lánguidas del aburrimiento adulto, tratando de espantar la mosca del sinsentido con el opio barato de la política y del poder. Con el opio barato del aplauso. Con el opio barato de la dialéctica. Con el opio del enfrentamiento entre el pasado y el futuro, como si estos no pertenecieran a la misma historia y a los mismos hombres.

Y sin embargo, –porque si aún nos queda algo de sangre, siempre habrá un bendito 'y sin embargo' que se queje– no hay ninguna de estas formas de adormecerse, de malvivir y de atravesar el tiempo, ni de sobrellevar el sobrepeso de responsabilidades y disgustos, que a través de la inevitable espera de otra cosa; la inmortal espera, la insurrecta espera en nuestro pobre corazón, de otra vida nueva, ahora. Ahora mismo, dentro de esta misma vida que se va apagando en nosotros como se apaga, inevitablemente, todo ardor humano.

Ese 'y sin embargo' tan tierno, tan conmovedor, que surge de la aridez de nuestra tierra; que surge de la experiencia diaria de una insatisfacción perenne y, por tanto, también hace brotar una espera perenne de algo más grande, más hermoso, más libre, más bello, más rejuvenecedor, más eterno que todas las palabras opiáceas con las que tratamos de distraernos un poco, antes de dormir, o de morir.

Ese 'y sin embargo' milagroso de esperanza última que nos dice que existe en alguna parte, en medio de todo este ruido, alguien que nos espera, que nos mira y que nos piensa. Alguien que nos piensa e imagina y sueña en acto nuestro bien, sin límite ni medida, sin desencantamiento ni decadencia. Y que, al pensarnos, cuida de nosotros y de todas aquellas cosas valiosas que olvidamos, rompemos o perdemos en nuestro camino de seres ausentes, ahítos de hastío y soberbia.