Qué diría de nosotros el niño que fuimos
Salvo en contadas ocasiones, rara vez nos perdemos por el camino del exceso durante mucho tiempo
El pensamiento, a poco que le suelta uno el hilo, tiende a presentir un «algo va a pasar» sin saber muy bien qué, dentro de esas grandes lagunas de distracción en las que parecemos lejos de todo; como si en nuestra inconsciencia fuéramos todavía capaces de esperar algo nuevo que debe suceder con inminencia. Pero luego, en la realidad, sólo sucede el paso de las horas, que ya es bastante; el paso del día a la noche; el ritmo lento de una melodía que, al principio, nos encandila y nos conmueve, pero a la que terminamos, en ocasiones, por aborrecer.
En la realidad que tantas veces nos encuentra ausentes, no parece darse ese «algo va a pasar»; esa ruptura definitiva y milagrosa que termine de una vez con la circunstancia amarga, o que desvele al fin, el sentido absoluto de las cosas.
En la realidad, de ayer a hoy, no encontraremos grandes rupturas, excepto en el caso de una gran tragedia, un gran abandono, o un gran golpe. Pero tampoco encontraremos grandes revelaciones luminosas que cambian nuestro cotidiano modo de no ver, mucho más allá de ciertas distancias.
Lo que prevalece sobre los grandes acontecimientos puntuales, buenos o no, es más bien una lenta y progresiva transición luminosa de una cosa a otra; una lenta transición en la que vamos comprendiendo algunos aspectos velados de eso que llamamos existencia, con breves fogonazos de luz y largas noches oscuras.
Así, el camino que recorremos nos muestra distintos paisajes que nos recuerdan, misteriosamente, trozos del pasado y rostros de personas que nos sostuvieron y luego se perdieron, mientras otras comienzan a despertar en nosotros toda la atención, como si nunca pudiéramos estar del todo con todos los rostros amados, ni pudiéramos acoger en un único lugar del tiempo a todas las personas que, a su vez, nos acogieron. Eso debe ser el cielo, ahora que lo pienso...
De este modo, vamos viviendo con alegría y dolor, una vida de pérdidas y nuevos encuentros que forman el propio ser, sin darnos mucha cuenta de que todo lo que llevamos con nosotros; de que todo lo que amamos, se nos arrebatará tarde o temprano, o quedará atrás, o seguirá presente, pero será invisible. De ahí, nuestra pobreza y nuestra necesidad radical de amor. Y de ahí, la veneración con la que deberíamos mirarnos unos a otros.
Por desgracia, ya de adultos, tratando de aligerar el drama de no saber retener esta belleza que una vez se nos dio, le echamos la culpa a las adversidades, a las circunstancias, o a los poderosos. Y la queja, como una letanía amarga, toma posesión del lugar en el que una vez sólo hubo agradecimiento. Pero la verdad que esconde esa queja, frente a nuestra enternecedora incapacidad, es que ninguna circunstancia, –más o menos trágica– puede hacernos tanto daño como el que nos hacemos nosotros, tratando de levantar el peso de la gravedad en los cuerpos y en la vida.
Salvo en contadas ocasiones, la mayoría de los hombres que madrugamos y cumplimos con nuestra obligación, rara vez nos perdemos por el camino del exceso durante mucho tiempo. Nos perdemos –más bien– por el camino de la monotonía y por el de la renuncia al infinito, sin saber muy bien por qué ni cuándo. Las grandes palabras, los arreones de la voluntad, la defensa de ideales que una vez nos apasionaron y el molesto zumbido de los consejos a nuestro alrededor terminan por ceder, poco a poco, bajo el peso de la decadencia y del aburrimiento.
Y un día, –un instante– nos miramos dentro de nuestros recuerdos. No lo hacemos adrede, pero nos encontramos asomados a un lugar que nos resulta familiar. Y en él vemos a ese niño silencioso que juega absorto en su incesante labor de construcción de un sueño. Lo ves hablar solo, manipulando piezas, coches y muñecos. Y ese niño tiene nuestro rostro, que nos mira preguntándonos: «de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo».
Cuando ese encuentro suceda, –que sucederá– yo preferiré ver antes el rostro de Dios en otros rostros queridos. Sin duda, serán más benévolos con mi decadencia. Porque sé que ese niño tranquilo que imaginaba una gran aventura entre sus juguetes, no me perdonaría haberlo entregado a la esclavitud de las apariencias y de la nada.