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noches del sacromonteRicardo Franco

Somos pobres almas insondables y no lo sabemos

Somos pobres seres que, en tantas ocasiones, si no casi siempre, nos advertimos como resucitando a la conciencia de una nueva jornada

Hay veces en las que me sonrío al ver la posición en la que se publican estas divagaciones mías, ya que me parece que están ahí muy bien puestas: casi al final del periódico, sobre las noticias más leídas y los elegantes obituarios de las celebridades que lo han sido todo en su labor, pero no han podido ahorrarse el trance de cerrar la vida y la portada.

Podría decirse que me encuentro entre la vida y la muerte; entre lo más leído, lo más inmediato y lo llamado ya a la eternidad. No en vano, esto es la sección de Religión y, por eso, la tendencia debe ser hablar de esta frontera.

Y, sin embargo, no me quejo. Me encanta este lugar tan cercano al final de la actualidad. Al final de todas las palabras. Al final de todos los hechos. Al fondo de todos los deseos. Al fondo de todas las denuncias y posibles hipótesis de solución. Al fondo de todo lo visible y lo invisible, como si esta columna fuera la sima más profunda de lo real. Ahí donde está escondido, en su lecho más profundo, ese cimiento sobre el que se apoyan todos y cada uno de los proyectos, anhelos y evidentes ilusiones y desilusiones que conforman, después, las noticias de cada día.

Desde aquí abajo se ve mejor, con la perspectiva adecuada, la importancia de todos los acontecimientos, sucesos, descubrimientos, corrupciones, pasiones, victorias y fracasos del mundo. Desde aquí abajo se mide mejor el peso de las apariencias, las mentiras, las traiciones, las tonterías y las elucubraciones con las que los hombres tratan de complicar o aligerar la existencia de otros hombres. Por eso, estas palabras dichas desde la profundidad de las noches del Sacromonte, en Granada o en Madrid, se encuentran en el lugar más adecuado para ser publicadas, ya que, de hecho, este es el lugar del alma de todas las cosas que se agitan dentro de nosotros.

Nosotros, pobres seres con un alma insondable, desinteresados del ruido que brota de las grietas de la superficie, estamos, sin saberlo, en el lugar adecuado; en el único lugar donde ese ruido no distrae ni embota el pensamiento: al fondo de todo; al final de todo. Terminando, o empezando; según desde donde se mire, y haciéndonos las preguntas que otros tratan de responder culpando al agua de ser agua, y de que, misteriosamente, moje.

Nosotros –tú y yo– seres con un alma insondable que, en tantas ocasiones, si no casi siempre, vivimos en la lentitud de la penumbra matutina, cuando todos van despertando al compás insonoro de una luz nueva y quieren echar enseguida a correr, sin pensar, hacia el desasosiego. Pero a nosotros nos coge aún en el pensamiento de hacer el café, encender el cigarro y ordenar un poco las imágenes de un sueño que terminará por desvanecerse en el olvido de la mañana.

Porque nosotros –tú y yo, si llegas al final de todo y me lees– somos pobres seres con un alma insondable que, en tantas ocasiones, si no casi siempre, nos advertimos como resucitando lentamente a la conciencia de una nueva jornada. O como un nuevo Lázaro que se despereza, quejumbroso, confuso, y se ciñe su vieja bata, mientras se pregunta qué gracia le ha sucedido, frente a una silueta a contraluz que lo deslumbra y lo llama a salir del sepulcro. Despierta. Te estoy esperando...