Instrucciones de uso para corromper el corazón
Que no profundice. Que no se interrogue. Que no se acerque a escuchar el eco que habita en todas las cosas y en todos los rostros
No hace falta una gran tragedia para corromper un corazón.
Basta educar a un hijo sin cruzar nunca con él la mirada. Que no lleguen a fijarse las pupilas más de dos segundos; que no perciban el misterio que se asoma a esas ventanas con las que vemos, dos o tres veces en la vida, un poquito de eternidad. De este modo, más pronto que tarde, ese niño que fuimos y podemos ser nosotros, aprenderá la tácita norma de que nada merece su atención. Y con el tiempo, ni las personas que le rodean, ni la realidad que lo circunda, tendrá sentido ni valor alguno. Será prescindible. Muda. Insignificante. Lista para ser manipulada. Después, no habrá quien le pida responder a un saludo, ceder su asiento o ayudar al prójimo. «Que lo hagan las monjas», pensará, sin saber que un día se sentirá solo y avergonzado en la cola de algún comedor de la iglesia.
También es importante para corromper un corazón que, a lo largo de los años, no recaiga en la tentación de querer pararse a mirar por el rabillo del ojo el paisaje; ni, por supuesto, distraerse con aquellas cosas románticas del arte, la poesía, la pintura, la escritura, la música, la arquitectura, o el dulce no hacer nada más que distinguir animales salvajes en las fauces mudas de las nubes, ya que eso apenas da dinero ni alimenta la vanidad. Y, además, son oficios de titiriteros en los caminos. Y nosotros, los hombres adultos que ya sabemos todo, no hemos venido a otra cosa que a producir y a gastarnos hasta la jubilación, como piezas en la inmensa máquina de hacer billetes que compran anestesia para el alma.
Sobre todo, quizá lo más importante en esta corrupción del corazón que empezó cegando la mirada, es que perciba lo antes posible que su juicio sobre el mundo que nadie le mostró como signo de alguien más grande que él, que su juicio sobre las personas que lo acompañan y que nunca miró a los ojos, y que el juicio sobre sí mismo, cuando se asome a verse por dentro y no le guste lo que ve, esté atravesado por la constante censura de sus preguntas con nuestras respuestas llenas de miedo. Que no profundice. Que no se interrogue. Que no se acerque a escuchar el eco que habita en todas las cosas y en todos los rostros. Y que no aprenda a usar su libertad equivocándose porque ya lo haremos los demás por él, intentando ahorrarle los tropiezos.
Cuando el corazón de nuestros hijos esté absolutamente corrompido; roto de soledad; roto por la angustia de la nada que lo ha hinchado hasta agrietarlo. Cuando este pobre corazón no vea más que esa nada al intentar salir de sí mismo sin ayuda, sin amigos verdaderos, sin oraciones ni salmos con los que dar nombre a su desdicha, a cambio, nosotros le daremos cuatro normas de civismo y una reivindicación social a modo de libro de instrucciones.
Así, con esta pobre herencia, lanzaremos a otro hijo al mundo para que se convierta en mendigo de señores que lo engañarán y lo enviarán a las batallas que siempre reivindican para sí algún mártir con nuestros apellidos. Y nosotros, tan contentos, diremos que hemos construido la civilización de la prosperidad, mientras nos tapamos la nariz para no oler la inmensidad de muertos en vida que está dejando por el camino una educación en la que la caridad, la ayuda al prójimo y el trabajo, hace tiempo que desaparecieron.
Y con esta pobre herencia: sin instrumentos, sin pasión, sin el ardor que nace de respirar la belleza de la vida; sin la audacia y la fortaleza de alguien que crece libre porque se siente acompañado y querido, pretendemos que levanten, ellos solos, los muros de la cristiandad. O lo que entienden ahora los intelectuales pagados de sí mismos por ese constructo histórico construido sobre la espalda de los santos, de la gente sencilla y su mirada abierta, de par en par, a las necesidades de su vecino y a la ternura de Dios.