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Las últimas noticias de Jesús: de los tres clavos de Cristo que debieron ser cuatro al cadáver de Caifás

Los clavos utilizados para crucificar a Jesús fueron los llamados clavitrales, empleados en la construcción, que llegaban a medir dieciocho centímetros de largo

En su nuevo libro Últimas noticias de Jesús, cuya segunda edición prepara ya la editorial Espasa en apenas dos semanas, José María Zavala realiza «una investigación asombrosa sobre el personaje más relevante de la Historia, que se lee como un thriller», en palabras del psiquiatra Enrique Rojas. Y una de las cuestiones más interesantes que aborda el autor, además del hallazgo del llamado Esqueleto 4926 o del osario del sumo sacerdote Caifás, es la creencia durante siglos de que Jesús estaba cojo.

Los clavos utilizados para crucificar a Jesús fueron los llamados clavitrales, empleados en la construcción, que llegaban a medir dieciocho centímetros de largo. Temibles arpones de hierro capaces de atravesar muñecas y tobillos con pasmosa facilidad a golpe de maza. Los clavos eran de forma piramidal, con esquinas dentadas o rugosas y de cabeza cupular o acampanada, lo cual aseguraba la fijación al madero al ensancharse los orificios de las manos y los pies por el peso del crucificado. Cada clavo pesaba alrededor de sesenta gramos y su longitud le permitía sobresalir por detrás de la cruz, como aseguraba en su día la beata agustina Ana Catalina Emmerick.

Para clavarle los carpos a Jesús, debieron tumbarle en decúbito supino –acostado boca arriba– con los brazos extendidos, para hacer coincidir los dorsos de las muñecas con los extremos del patibulum. El resto del cuerpo descansaba sobre la tierra del Gólgota. En esa postura le clavaron los carpos al madero.

Hasta el 'consummatum est'

Estremece leer este pasaje del doctor francés Pierre Barbet, experto en anatomía y cirujano general del Hospital de San José de París durante treinta y cinco años, extraído de su libro ya clásico en la historia de la sindonología, titulado Las cinco llagas de Cristo: «Cuando se coloca un clavo de un centímetro cuadrado de sección –explica Barbet– contra la parte interna de la muñeca, basta un martillazo para atravesarla. El clavo resbala sin resistencia, alterando ligeramente su dirección: la punta se orienta hacia el codo, y la cabeza hacia los dedos. Pronto la sangre emerge atravesando la piel. El clavo entra por un espacio conocido como “punto de Destot». Los nervios medianos alcanzados aquí por el clavo no son meramente motores, sino también sensitivos. Lacerados y estirados por los clavos, en aquellos brazos como cuerdas de violín sobre el puente, han debido provocar un dolor de paroxismo […] Los que durante la guerra [se refiere a la Segunda Guerra Mundial] hemos presenciado lesiones en los grandes troncos nerviosos sabemos la violenta tortura que esta clase de lesión ocasiona. La vida es imposible. Si durante un tiempo considerable la naturaleza se inhibe, la víctima pierde el conocimiento. Pero Jesucristo, el Hombre-Dios, capaz de llevar su resistencia hasta el límite, quiso seguir consciente y aun dirigir su palabra por espacio de tres horas, hasta el consummatum est».

No era extraño por todo eso, como advertía Emmerick, que la sola contemplación de semejante taladro hubiese sobrecogido a la persona cuyos pies y manos iban a ser perforados sin la menor compasión. Los tobillos debieron sujetarse a la cruz con ayuda de un tarugo de madera. Emmerick aludía a la especial crueldad que supuso perforar los pies de Jesús, para lo cual los verdugos debieron amarrar primero el pie izquierdo sobre el derecho para taladrarlo por el empeine. Bastó así con un solo clavo, temible por sus grandes proporciones, para traspasar con él el empeine del pie izquierdo e introducirlo a continuación por el derecho, hasta alcanzar la abertura del tarugo para introducirlo finalmente en el palo vertical de la cruz.

Pero el hallazgo arqueológico de los restos óseos de Yehohanan ben Hagkol (Juan hijo de Ezequiel) hace cincuenta y cinco años, al nordeste de Jerusalén, crucificado con las piernas separadas, es decir, con cuatro clavos en total, reabrió el debate sobre el número de clavitrales empleados para fijar a Jesús al madero vertical de la cruz. La iconografía cristiana también ayudó a la hora de cuestionar la versión de Ana Catalina Emmerick, e incluso el descubrimiento de los tres clavos por parte de santa Elena en Jerusalén.

La prueba definitiva

Hay una prueba definitiva de que Jesús fue clavado en la cruz con tres clavitrales distintos, uno de los cuales perforó el pie izquierdo por el empeine para traspasar a su vez el pie derecho y fijar ambos al tronco rugoso del madero. Esa evidencia indiscutible no es otra que la propia Sábana Santa de Turín, la cual decide la cuestión. ¿Por qué crucificaron a Jesús entonces con tres clavos, en lugar de cuatro?

Observando con atención el lienzo sagrado que envolvió a su muerte el cuerpo del Nazareno, puede distinguirse uno de los pies encogido. La huella de la planta derecha en el lienzo se percibe con claridad meridiana. En cambio, el pie izquierdo deja solamente la huella del talón. No existe duda, por tanto, de que este pie permaneció encima del otro en la cruz y que, al colocar las piernas paralelas en el sepulcro, con la rigidez cadavérica o rigor mortis iniciado tres o cuatro horas después de expirar, el pie quedó encogido. Señal inequívoca de que se utilizaron tres clavos, en lugar de cuatro. Al permanecer el pie izquierdo sobre el derecho quedó curvado, al igual que la pierna.

De ahí, precisamente, que en la Edad Media se pensase que Cristo tenía una pierna más corta que la otra y se pusiera un travesaño inclinado en las cruces orientales, como las que coronan las cúpulas del Kremlin en Moscú. Se creía así que el crucificado tendría un apoyo en los pies y, dada la «cojera» de Cristo, este apoyo debía estar inclinado. La Sábana Santa de Turín constituye de este modo un maravilloso instrumento para reconstruir con toda fidelidad la Pasión de Cristo dos mil años después.