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TribunaÁngel Barahona

El otro nombre de la dis-cordia

No es atribuible a Jesús ni a los escritos evangélicos, sino, en todo caso, a la interpretación que de ellos hicieron los que se sintieron dotados de un poder hegemónico en su nombre

Hay una enorme diferencia en las prescripciones del Torá y del Corán, de los neomarxismos y neofacismos, respecto del evangelio. La supuesta inspiración divina de tanta crueldad como la que se respira en el Antiguo testamento se limita a preservar a su pueblo de la idolatría, a demandar fidelidad a cambio de protección. Pero por todos lados rezuma la idea de que se utiliza el nombre de Dios para sentenciar y apoyar el pensamiento de los líderes de sus comunidades. Vox populi, vox dei. Es el pensamiento de Moisés y Josué, de Mahoma, el que se atribuye a YHWH o a Alá para refrendar ante la comunidad el origen transcendente de esas masacres. Se trata de afirmar que la procedencia de los dictámenes es divina y no fruto de una arbitrariedad humana. Hoy sucede lo mismo en nombre de las ideologías políticas y de ideas pseudocientíficas que se aúnan en la producción de masacres guerreras y eugenesias varias de niños y ancianos.

En el caso de los evangelios no hay ninguna prescripción de este tipo. Lo que ha hecho en algunos periodos de la historia al cristianismo actuar de esa manera es también el producto de una comunidad en crisis, que utiliza a Dios en beneficio de los intereses de alguno de sus líderes y de sus proyectos comunitarios.

Pero no es atribuible a Jesús ni a los escritos evangélicos, sino, en todo caso, a la interpretación que de ellos hicieron los que se sintieron dotados de un poder hegemónico en su nombre. Jesús vino para inaugurar un orden nuevo. Por eso, aunque en su tiempo también se dio una nueva versión del Faraón, llamado Herodes, que hizo matar a todos los niños menores de dos años de Belén, (Mt. 2, 13-18), la respuesta de Jesús no es caer en el revanchismo. La reacción de la «víctima», años después, no es la tendencia natural a devolver el mal con el mal, la violencia con la violencia. Según relata Mateo:

Uno de los que estaban con Jesús tomó su espada e hirió con ella a un esclavo del Sumo Sacerdote. Entonces Jesús le dijo: «Guarda tu espada, pues todos aquellos que hayan tomado la espada, por la espada morirán», (Mt. 26. 51-52).

Jesús no acepta el anti-sacrificialismo que justificaría la venganza o la crueldad. Él es no-sacrificial. En la respuesta que da a Pedro, según el relato de Juan del mismo episodio, (Jn. 18, 11) Jesús dice: 11. Jesús dijo a Pedro: «Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?» mostrando así que esa copa, que pedía al Padre que alejara de él, (Mc. 14,36), no era el Padre quien se la ofrecía, sino la lectura anti-sacrificial de la sociedad en general y judía en particular. Una trampa que le sumiría en ese toma y daca interminable de reciprocidades violentas.

No cae en la trampa de Belcebú expulsándose a sí mismo. Se remitiría al mismo principio que rige todo sistema cultural: el baile permanente del orden-desorden. Es el principio dialéctico hegeliano-marxista de usar la violencia como «partera de una sociedad sin violencia» que recoge El manifiesto comunista de Marx y Engels. Ya sabemos que esta dialéctica inaugura un eterno retorno de lo mismo: más violencia, hasta convertir las relaciones humanas en un sistema cerrado de revanchas interminables. Es un eterno retorno greco-nietzscheano, judeo-musulmán, que basa su sistema de comprensión del mundo en la vigencia acrítica de la ley del talión. La enésima reproducción del círculo infernal sacrificado-sacrificador. Los evangelios dan voz a la víctima, pero no la autorizan para la represalia contra el verdugo. En los mitos y leyendas y hasta en las narraciones religiosas de las historias pasadas es el texto el que cierra la boca a la víctima. El mito es el texto que escribe la historia a partir de la visión de los perseguidores.

No nos debe sorprender que sea justamente en la Edad Media, en tiempo de aquelarres, se instalara en el colectivo cultural cristiano la idea del sacrificio de Jesús para justificar un orden que se transformó en ley suprema. El sacrificio de «los otros» tenía que ser acometido para restablecer el orden. Y hasta el propio Dios tenía que obedecer a este orden impuesto por la comunidad en crisis. Restaurar el orden mediante la violencia que legitimaba a la víctima para ejercer otra de igual intensidad que la infligida por el verdugo que había convertido a la víctima en víctima es la ciclotimia en la que estamos todos envueltos en Ucrania, en Israel, y en todo el planeta que no ha escuchado la voz originaria de Cristo. La voz de los evangelios pone el acento no en la justicia, y su cruel aplicación revanchista, restauradora a la fuerza del desorden social. Los Evangelios no hablan nunca en clave sacrificial, nos ven y denuncian a todos, víctimas y verdugos, como prisioneros de en un círculo vicioso de represalias interminables como asesinos. Si prescriben algo es romper ese círculo con el perdón.

¿De dónde viene ese mandato de perdonar y hacia dónde lleva? Si viene de la soberanía, nos llevará al justicialismo. A poner en marcha el mecanismo de la justificación terapéutica de la violencia que quiere el sacrificio de los otros. Jesús no nos invita a la justicia, mal que les pese a tantos que han reducido el cristianismo a la ética, sino a liberarnos del miedo a la muerte (que nos lleva a justificar el asesinato de los otros) y de las trampas sacrificiales. Nos invita a amar a nuestros enemigos, no a perdonarlos desde la atalaya de nuestra superioridad moral, desde la soberanía que nos hace sentirnos en posesión del bien, y que simultáneamente los sitúa a los otros en el lado del mal. Las pretensiones colectivistas siempre han protagonizado los abusos totalitarios más sangrientos de la historia. La masa no puede perdonar, solo señalar, acusar, linchar y exterminar. El evangelio nos llama a todos a conversión. Tal vez, prisioneros entre Moisés y Mahoma, no tengamos más remedio que escuchar a Cristo, si no es demasiado tarde para pedirnos perdón y empezar la historia después del apocalipsis.