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TribunaJuan Miguel Prim Goicoechea,

El primer día de una nueva creación

«Al tercer día» –sigue diciendo Chesterton– «los amigos de Cristo que llegaron al lugar al amanecer encontraron el sepulcro vacío y la piedra quitada. De diversas maneras se fueron dando cuenta de la nueva maravilla»

«Abrí el balcón y vi la maravilla: / estaba ahí la primavera. / ¿Cómo pudo ser todo así, tan simple? / Algo raro ocurrió. / El balcón de una casa / cualquiera, en una calle / de una ciudad cualquiera. / Abrí y miré. Eso tan solo hice. / Y sucedió el prodigio. / Qué cosa tan extraña. / Mi casa era un palacio. / Yo era el rey de la vida. / El balcón daba a marzo, / a un día de jilgueros». Estos versos de Eloy Sánchez Rosillo evocan la maravilla que los ojos atentos pueden contemplar cada año: el florecer de una nueva primavera, anunciada siempre por el árbol centinela, el vigilante almendro.

Sin embargo, como recordaba Pável Florenski –filósofo, matemático y sacerdote ruso–, «la belleza de la naturaleza no ha vencido a la muerte», no tiene tanto poder. En realidad «no ha hecho más que volverla más horrible, vistiéndola con hábitos elegantes». Tras la expulsión del Paraíso, los ciclos de la naturaleza no logran romper la curvatura del tiempo, a pesar de su innegable belleza. Lo sabía bien Emily Dickinson, cuando escribía: «Si no estuviera viva / cuando los Petirrojos vengan, / a ese de Corbata Carmesí / dale una miga en mi Memoria. / Y si no te pudiera dar las gracias / por estar muy dormida, / has de saber que lo estaré intentando / con labios de Granito».

Alguien ha de besar esos labios fríos e inertes para insuflarles calor de vida. «Cuando parecía que toda batalla fuese vana, el Amor ha entrado en el reino de la muerte…», sigue diciendo Florenski en un sermón de Pascua. «Él mismo ha descendido a nuestra carne lívida. La materia se ha divinizado, en el cuerpo de Cristo se ha vuelto radiante, de una belleza inmutable». Existe una sola verdad, ¡Cristo ha resucitado. «Si el Dios-hombre no hubiese resucitado las cosas más preciosas se habrían convertido irremediablemente en cenizas, la belleza habría perecido para siempre». Y tampoco habría un paso, un puente entre el cielo y la tierra; ésta ya no sería el umbral del cielo, pues «habríamos perdido ambas cosas, porque no habríamos conocido el cielo y no habríamos podido defendernos de la liquidación de la tierra».

Ahora bien, todo esto ha tenido un precio muy alto, como recordaba Chesterton: «Hubo momentos de desamparo que nadie padecerá jamás». Desde la cruz «un grito fue lanzado en la oscuridad con palabras terriblemente nítidas y terriblemente incomprensibles, que el hombre nunca entenderá en toda la eternidad que esas mismas palabras han comprado para él». La alegría nace de una inaudita paradoja: «Dios había sido abandonado por Dios». El Verbo quedó mudo tras aquel grito. Entregó el Espíritu. Descendió al reino de la muerte…

Pero «al tercer día» –sigue diciendo Chesterton– «los amigos de Cristo que llegaron al lugar al amanecer encontraron el sepulcro vacío y la piedra quitada. De diversas maneras se fueron dando cuenta de la nueva maravilla». Lo más asombroso, de lo que no se pudieron dar cuenta, es de que «el mundo había muerto en la noche. Lo que ellos contemplaban era el primer día de una nueva creación, un cielo nuevo y una tierra nueva. Y con aspecto de labrador, Dios caminó otra vez por el huerto, no bajo el frío de la noche, sino del amanecer».

  • Juan Miguel Prim de Goicoechea es delegado de evangelización de la cultura de la diócesis de Alcalá de Henares.