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02 de septiembre de 2024

Estatua ecuestre del Cid en Burgos

La imponente estatua ecuestre de Rodrigo Díaz de Vivar en Burgos

Cómo los franceses desbarataron (sin saberlo) el plan de Felipe II para canonizar al Cid

El monarca español quiso que Rodrigo Díaz de Vivar subiera a los altares, pero una maniobra militar en el convulso tablero europeo dio al traste con sus planes

San Rodrigo Díaz de Vivar. ¿Podría el Cid Campeador haberse convertido en un santo de la Iglesia católica? «Es casi de dominio público la noticia de que Felipe II propuso la canonización del Cid, si bien muy pocos podrían añadir u solo dato a la escueta referencia». Quien así se manifestaba era José María Gárate, un militar e historiador nacido en Burgos en 1918 y fallecido en Madrid en 2017, que publicó en 1955 un ensayo titulado «La posible santidad del Cid», recuperado ahora por Aciprensa.

A juicio del historiador, «no era una lucubración beata y absurda» la del monarca español sobre cuyo Imperio no se ponía el sol. «Felipe II, admirando la figura heroica y moral de Rodrigo Díaz, decidió promover su proceso de canonización a la vez que el de los doscientos mártires de Cardeña (Burgos)», prosigue, recogiendo la información del monje benedictino Francisco de Berganza (1663-1738) y de un libro del historiador dominico Alfonso Chacón (1530-1599).

Felipe II (1527-1598) encargó a Diego Hurtado de Mendoza, su embajador en Roma y «hombre de gran erudición», que recopilase toda la información posible sobre el Cid, fallecido en 1099. Así lo hizo Hurtado de Mendoza, y «con gran empeño», por ser «él mismo descendiente» del guerrero medieval. Desde «el importante archivo de Cardeña» le llegaron a enviar todos los legajos y archivos que poseían sobre su figura, incluido –probablemente– el Cantar del Mío Cid original.

Sin embargo, algunos años más tarde, un imprevisto dio al traste con toda la operación: los franceses tomaron Siena, y Hurtado de Mendoza debió abandonar apresuradamente Roma y regresar a España. En este punto de la historia, el expediente que había elaborado el embajador «andaba y más andaba de un lado para otro hasta que, de tanto andar, por lo visto se perdió, y por esta razón nos quedamos en Castilla sin San Rodrigo», señala Gárate citando «al amenísimo historiador burgalés D. Antonio Salvá».

Fama de santidad... y milagros

Pese a ello, la posible fama de santidad del Cid Campeador pervivió, aunque cubierta por «la hojarasca milagrera que envolvía sus recias virtudes». Gárate cita al obispo Jerónimo, que habla del guerrero castellano como «suscitado por Dios». En 1541, durante la ceremonia de traslación de los restos del Cid a la catedral de Burgos, el abad de Cardeña, fray Lope de Frías, entonó el salmo «los santos le alabaron en su gloria» y después los monjes cantaron el que comienza diciendo «admirable es Dios en sus santos». El propio abad se refirió «al santo cuerpo» de Rodrigo Díaz de Vivar; fray Melchor Prieto dejó escrito que «tengo por probable que sus huesos son reliquias y que fue santo» y fray Juan de Marieta le llamó «el santo Rodrigo Díaz».

La fama de santidad, por tanto, la conservaba en el siglo XVI, hasta tal punto que se le atribuyeron numerosos milagros, aunque Gárate los achaca a «la ingenua credulidad» del monje Francisco de Berganza. Entre ellos destacan la asistencia de el Cid Campeador a la batalla de las Navas de Tolosa (acaecida en 1212; 113 años, por tanto, después de su fallecimiento), o cómo en 1541, cuando trasladaron sus restos mortales a la catedral de Burgos, atravesaron las comarcas de La Bureba y La Rioja, «que estaban padeciendo una gran sequía», y «comenzó a caer agua muy apacible». «Este suceso sencillo es el único verosímil y pudo ser debido a la intercesión que se le atribuye lo mismo que a una mera coincidencia», observa Gárate.

«Difícil vocación militar»

Pero, al igual que hiciera cinco siglos más tarde Santa Teresa de Jesús, el Cid Campeador llevó a cabo varias fundaciones de «obras piadosas». El caballero castellano estableció una leprosería y una parroquia en su casa de Palencia y un manicomio en Paredes de Nava, un municipio palentino. En Toledo –«aunque es más dudosa que las anteriores», apostilla Gárate– «instituyó la Cofradía de la Caridad», viendo que en el cerco de la ciudad «morían muchos y asistían muy pocos a las exequias y a darles sepultura».

A pesar de los «excesos imaginativos en torno a la espiritualidad del Cid» que denuncia Gárate y que «perjudican al santo los amerengados delirios de la beatería como al héroe los chafarrinones de tosco patrioterismo», el historiador sí afirmaba «la posible santidad» de Rodrigo Díaz de Vivar, «hombre fiel a su difícil vocación militar y política que esmalta de virtudes, hombre de rezo breve y encendido de fe con obras, de piedad y donaciones, pero sobre todo con un alto concepto religioso del deber, la autoridad y la justicia».

Del Cid se decía que «ganaba batallas después de muerto». Quien sabe si, la de su canonización, pueda convertirse en la última de sus victorias.

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