«Él, apartándolo de la gente, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua»
No podemos olvidar que el cristianismo comienza con la Encarnación, es decir, con un Dios que toma la carne humana tan en serio que la hace suya, desposándose con ella para toda la eternidad
¡Qué fácil hubiera sido para el Maestro decir, como en otras ocasiones: quedas curado! Pero Jesús quiere realizar la sanación del sordomudo mediante el contacto físico, manifestando así su cercanía al enfermo que sufre en su cuerpo. No podemos olvidar que el cristianismo comienza con la Encarnación, es decir, con un Dios que toma la carne humana tan en serio que la hace suya, desposándose con ella para toda la eternidad.
La Iglesia, siguiendo las huellas de su maestro, también da mucha importancia a todos los signos sensibles y materiales que nos llevan de lo visible a lo invisible, pues el hombre para su encuentro con Dios necesita partir de las cosas creadas que nos hablan claramente del Creador de las mismas.
Es por eso que los sacramentos, que siguen haciendo presente a Cristo en nuestro ahora, tienen un componente material sin el cual no pueden llevarse a término: el pan, el vino, el agua y el aceite; materiales todos de la vida cotidiana que no solo son un símbolo de algo trascendente sino que llegan a realizar en quien los recibe, por el poder de la Palabra, aquello que representan.
Sacramentos de iniciación, de sanación y de crecimiento que son la sangre que fluye por las venas del Cuerpo místico de Cristo y que todos necesitamos para llenarnos del Espíritu Santo y así poder ser nosotros «sacramentos de Cristo en medio del mundo».
No podemos olvidar que con el paso de los siglos no se ha hecho más débil el poder de Jesús, todo lo contrario, pues sigue actuando en su Iglesia por medio de signos sensibles que entregan a los fieles la gracia divina tan necesaria. Y como al sordomudo del evangelio de este domingo, el Señor nos pide una buena dosis de humildad para recurrir a sus ministros y por la fe creer en su poder.
Es muy clásica la tentación de decir «no necesito a nadie, yo me relaciono directamente con Dios». Sí, pero en fondo debemos reconocer que encierra una buena dosis de aquella soberbia que nos impide pedir ayuda a los demás, que nos hace creer que somos especiales y, por tanto, merecemos un trato distinto a los demás, tal vez por nuestra superioridad espiritual. Seamos conscientes del gran tesoro que Cristo ha entregado a su Iglesia por medio de la acción sacramental y acudamos a ella con la pobreza espiritual que tenían los enfermos que se encontraban con Jesús.