Hace escasos días, tuve la fortuna de ver el fragmento de un coloquio en el que participó Juan Manuel de Prada. A lo largo del diálogo, sostuvo que es cierto que los católicos, ante la creciente apostasía y dominio de las fuerzas del mal, no podemos perder la esperanza, pero tampoco sustraerle vigor a nuestra preocupación e inquietud; como sí hacen algunos fieles un tanto ingenuos, complacientes y remilgados, a los que califica como católicos pompier (yo, por mi parte, les atribuyo el apelativo de happy flower). Este razonamiento le llevó a la conclusión de postularse a favor de una precaución esperanzada.
Yo, de acuerdo en buena medida con el análisis de Juan Manuel, me inclino más hacia una esperanza precavida, puesto que una precaución esperanzada, a mi juicio, parece que coloca el talante precavido por encima de la virtud de la esperanza, cosa que, a ojos de un católico, debería de ser al revés. No obstante, aunque discrepe con De Prada en el orden de la colocación de ambos términos, creo que tenemos una postura bastante similar en torno al tema que nos ocupa.
Por un lado, san Pablo, en la carta a los Efesios, nos previene de «los principados y potestades», de «los dominadores de ese mundo tenebroso», de «los espíritus malignos que están por las regiones aéreas». Aquí, se puede percibir que se admite cierto dominio del orbe por parte de las fuerzas del mal.
Por otra parte, cabe destacar que, por encima de semejante dominación maligna, no hemos de olvidar que «ha vencido el león de la tribu de Judá» (Ap 5, 5), cita bíblica que alude al Señor resucitado. A esto, anexémosle el consabido ¡Christus Vincit! ¡Christus Regnat! ¡Christus Imperat!, lo cual presenta a un Cristo que vence, reina e impera, por mucho poder que ostente el príncipe de las tinieblas. Además, contamos con el auxilio de María, Virgen y Madre, que nos protege en calidad de Reina de la Paz (Regina Pacis). Como dijo san Juan Pablo II en aquel vivificante discurso, «el amor vence siempre, Dios siempre puede más».
Frente a esta paradoja, en la que existe, por un lado, una dominación del mal y, por otro, la hegemonía del bien sobre semejante dominio, se me ocurre un ejemplo que contribuye a que comprendamos un poco mejor esta disyuntiva; se cuenta que el padre Surin, mientras hacía un exorcismo, los demonios le dijeron: «Lo conseguimos todo ¡Únicamente no logramos vencer a esa perra de la buena voluntad!».
Otro ejemplo ilustrativo lo podemos ver en la Civitas Dei (Ciudad de Dios) de san Agustín, la cual intercede en auxilio de la ciudad de los hombres, pero sin anular la libertad humana.
Es preciso recordar que santo Tomás de Aquino nos presentó el mal como la ausencia de bien. En consecuencia, no es algo con entidad propia, pertenece al ámbito de la nada, de la carencia, razón por la cual el bien está situado en un plano de superioridad, y no de igualdad (a contrario sensu de lo que pensaban los maniqueos y el filósofo presocrático Empédocles de Agrigento).
Por este cúmulo de razones, la esperanza tiene que prevalecer, por muy negros que sean los nubarrones. Eso sí, ese carácter esperanzado tampoco nos puede llevar a decolorar o desteñir la oscura tonalidad de las nubes tormentosas, como hacen los optimistas pompier o happy flower. Por ambas razones, aludo a una esperanza precavida.
Uno de mis mejores amigos llegó, por su cuenta, a una conclusión similar a la mía, aunque la calificó de optimismo moderado. Este apelativo creo que contribuye a aclarar al lector —desde un punto de vista didáctico, pedagógico— el mensaje de este artículo, aunque no me parece del todo atinado hacer referencia a los «ismos» del optimismo y del pesimismo, pues son filosofías que, por mucho que las equilibremos, no dejan de concebir la realidad de una manera distorsionada.
Según G.K. Chesterton, el optimista piensa que todo está bien menos el pesimista y el pesimista, que todo está mal excepto él. Parafraseando a Oscar Wilde, el optimismo nos conduce a observar la realidad teñida de un alegre esmalte rosa y el pesimismo, con unas gafas oscuras. Así pues, las nubes no dejan de ser grises —ni se vuelven más pálidas— por mucho que las miremos de otra manera. Cosa distinta es que sepamos avizorar la luz de Dios que se encuentra emboscada detrás de tales nubes, la cual no podemos percibir con los ojos del semblante, sino con la mirada del corazón.
Esto último es algo que un realista puro no sabría captar, por lo que el realismo tampoco es la solución. De hecho, el realista, al fijar su atención más en lo negativo que en lo positivo, tiende a mudarse en un pesimista camuflado.
Fabricar una realidad en la mente que distorsione la realidad real (valga la redundancia), como hacen los optimistas y los pesimistas (e incluso los propios realistas), supone curvarse ante algunas filosofías modernas y heterodoxas, esas que predican que las cosas no existen por sí mismas, sino que le deben su existencia a la percepción que tengamos de ellas en nuestro mundo mental.
Ejemplos de ello los tenemos en el pienso, luego existo de Descartes, en el idealismo de Hegel, en los juicios sintéticos a priori de Kant o en la visión que Oscar Wilde tenía del arte antes de su metamorfosis espiritual en la cárcel de Reading (en base a la cual, «la vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida»). También, hay otro ejemplo de menor densidad intelectual, pero bastante más esclarecedor que los anteriores, que consiste en pensar que uno es lo que cree ser, con independencia de lo que realmente sea; o que alguien conseguirá todo aquello que se proponga, puesto que «creer es poder».
En síntesis, los optimistas, pesimistas y realistas (estos últimos, pesimistas camuflados) tienden a alterar la realidad en base a su propia percepción, tal y como hacen muchos filósofos modernos y heterodoxos. Por esto, resulta conveniente sustituir el optimismo por la esperanza y el pesimismo, por la precaución.
Una metáfora que ilustra con muy buen tino mi conclusión de la esperanza precavida sería la frase pronunciada por un personaje de Oscar Wilde, en su obra de teatro El abanico de Lady Windermere, la cual reza así: «Todos estamos en la cloaca, pero algunos miramos hacia las estrellas». Esta cita nos alienta a buscar esperanza en medio del fango y la oscuridad, nos espolea a alzar nuestra mirada hacia lo más alto, para hallar consuelo en el titileo de unas luces muy lejanas.
El contenido de esta metáfora lo relaciono con esa esperanza que prevalece en mitad de las tinieblas, con ese Cristo que vence, reina e impera frente a «los dominadores de ese mundo tenebroso» (de los que nos alertaba San Pablo en su carta a los Efesios). Alzar la mirada hacia las impenetrables alturas nos recuerda que «ha vencido el león de la tribu de Judá» (Ap 5, 5), es decir, que el Señor ha resucitado, y que, como dijo san Juan Pablo II, «el amor vence siempre, Dios siempre puede más».
Como colofón, me gustaría despedirme con un poema de verso libre que escribí el año pasado, cuya moraleja es que la esperanza triunfa sobre la tragedia y la alegría, sobre el pesimismo, incluso en las noches más oscuras:
¡Oh lúgubre y a la par, balsámica noche! Que me abocas como un alma en pena a una infinita oscuridad, para devolverme la alegría bajo el paraguas de un cielo custodiado por la luna.
¡Oh mortecina y a la par, vivificante noche! Que me sumes en la tragedia de un abismo incontrolable, para deleitarme con un cielo constelado por estrellas diamantinas y astros destellantes.
¡Oh inquietante y embriagadora noche! Enigmática soledad de los espíritus desolados, que restañas mi fe mientras contemplo maravillado la plateada y purpúrea inmensidad, con sus zafiros celestes y melenas rojizas estampadas sobre las impenetrables alturas.