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TribunaIgnacio Crespí de Valldaura

¿Qué frase de Fiódor Dostoievski cambió mi vida?

Del mismo modo que un solo pecado puede dar lugar a muchos otros, una decisión sabia –nada más que una– nos abre la posibilidad de redimirnos por completo. En palabras de San Pablo, un poco de levadura hace fermentar toda la masa

Dice el refrán que, a veces, cuando nos encontramos varios años sin vivir, de repente, una vida entera transcurre en pocos días. Pues, algo similar me sucedió, hace no mucho tiempo, al leer una frase de Fiódor Dostoievski; una cita simple, lacónica, escueta, sucinta… Pero que, por alguna misteriosa razón, cinceló un nuevo porvenir en el dintel de mi alma, imprimiendo un sello de juventud en la partitura de mi vida. Aquí, me di cuenta de que la luz de Dios nos alumbra a través de medios humanos y cuando uno menos se lo espera.

Hecha esta introducción, procedo a estampar la dichosa frase, escrita por este príncipe eslavo de las letras en su novela El jugador; la cita en cuestión reza así: «¡Solo tengo que ser paciente por una vez en mi vida, y eso es todo! Solo tengo que plantarme con firmeza una vez, ¡y podría cambiar el curso de mi vida en una hora!».

Tras leer esta oración, algo hizo clic en mi cabeza, y pensé: «Si, ante esta situación –la cual reservo para mi intimidad– que me tiene carcomido, me centro en bucear hasta la raíz del asunto, en vez de distraerme en luchar contra las particularidades, a lo mejor, consigo solucionarla de una vez por todas»; y tras esta breve reflexión, inspirada en la conclusión de El jugador de Dostoievski, mi vida pegó un giro copernicano. Así de simple.

La fuerza de esta frase reside en que la vida de Alexéi Ivánovich, el protagonista, cambió ipso facto en el momento en el que decidió dejar de apostar compulsivamente en la ruleta. Sólo una decisión, nada más que una, la de desintoxicarse de la ludopatía, cambió el rumbo de su historia; porque esto le evitaría el sinfín de problemas que eran desencadenados por culpa de tal vicio: ruina, deudas, alcoholismo, amores truncados, rencillas y rupturas familiares…

Decía G.K. Chesterton, en una de sus fábulas detectivescas de El Padre Brown, que, a causa de cometer un pecado grave, podemos adentrarnos en una espiral muy viciosa, que nos instiga a cometer más pecados a partir del primero. Uno corre el riesgo de abrir una peligrosa caja de pandora…

Me voy a permitir poner un ejemplo que me acaba de venir a la cabeza: imaginemos que una persona casada peca contra la pureza junto a otra; esto, además de ser un acto impuro, constituye adulterio; el adulterio que no es revelado deriva en engaño; además de este engaño y traición, quien lo cometió se puede sentir tentado a repetirlo; más tarde, la víctima se termina enterando del entuerto, por lo que entra en una depresión y decide separarse; a su vez, se produce un reparto injusto de los bienes, lo cual relega al adúltero a la categoría de aprovechado… En resumen, el que empezó siendo débil acaba transformándose en un mentiroso, traidor, maltratador psicológico, reincidente y paniaguado, además de en un mal ejemplo para sus hijos.

Un ejemplo muy ilustrativo de este efecto dominó viene recogido en aquella frase del maestro Yoda, ese hombrecillo verde de las películas de Star Wars; la cual dice así: «El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento».

Abordada la cara oscura de la moneda, procedo a hacer hincapié en la parte esperanzadora, que es la posibilidad de cambiar un destino torcido «en una hora», como hace Alexéi Ivánovich, el protagonista de El jugador; porque, del mismo modo que un solo pecado puede dar lugar a muchos otros, una decisión sabia –nada más que una– nos abre la posibilidad de redimirnos por completo. En palabras de San Pablo, un poco de levadura hace fermentar toda la masa.

Recuerdo cuando, sin haberme separado de la fe católica, tenía mi espiritualidad relegada a un segundo plano. Mis prioridades estaban enfocadas en cumplir con una serie de cánones establecidos por la sociedad, como son el éxito profesional y el culto a la belleza corporal. Se trataba de una serie de batallas que libraba para recibir el aplauso pasajero del hombre-masa, y no algo que hacía en beneficio de mi felicidad. Gracias a que periclitó un negociete que monté, decidí depositar mis esperanzas en Cristo, y en María Virgen y Madre, las únicas fuentes inagotables de consuelo y de Gracia.

La reflexión de Dostoievski –de cambiar mi destino «en una hora»– me espoleó a embarcarme en esta apasionante travesía. Resonó, en mi interior, la archiconocida canción de Misa, esa que dice: «No has buscado ni a sabios ni a ricos, tan solo quieres que yo te siga (…) En la arena, he dejado mi barca, junto a ti, buscaré otro mar». Por algo, Cándido, de Voltaire, decía aquello de que más vale cuidar el jardín interior que buscar tesoros allende los mares…

Como colofón, voy a desvelar una anécdota personal bastante reciente. Hace escasos días, le pedí al Señor, en Misa, que me diese fuerzas para dejar de fumar puros compulsivamente, porque si dejarlo dependía de mi endeble voluntad, acometer esta gesta me iba a resultar imposible; y parece ser que, hasta la fecha, aquello que no parecía posible, se ha cumplido.

Ahora bien, ¿por qué le pedí a Dios, con tamaña desesperación, que me hiciese este favor? Porque la ingesta compulsiva de puros me hacía aislarme, durante horas, en la terraza de casa, instigándome a pasar cada vez menos tiempo con mis seres queridos; además de que estaba generando un agujero de proporciones considerables en mi cuenta bancaria. Así pues, tras este cambio repentino, demasiadas cosas han mejorado en la singladura de mi vida.

Cambié mi destino «en una hora», tal y como hizo Alexéi Ivánovich en El jugador de Dostoievski…