«Nada tiene de extraño el que, en esta etapa 'postconciliar' se hayan desarrollado también, con bastante intensidad, ciertas interpretaciones del Vaticano II que no corresponden a su Magisterio auténtico. Me refiero con ello a las dos tendencias tan conocidas: el 'progresismo' y el 'integrismo'. Unos, están siempre impacientes por adaptar incluso el contenido de la fe, la ética cristiana, la liturgia, la organización eclesial a los cambios de mentalidades, a las exigencias del 'mundo', sin tener suficientemente en cuenta, no sólo el sentido común de los fieles que se sienten desorientados, sino lo esencial de la fe ya definida; las raíces de la Iglesia, su experiencia secular, las normas necesarias para su fidelidad, su unidad, su universalidad. Tienen la obsesión de 'avanzar', pero, ¿hacia qué 'progreso' en definitiva? Otros -haciendo notar determinados abusos que nosotros somos los primeros, evidentemente, en reprobar y corregir-, endurecen su postura, deteniéndose en un período determinado de la Iglesia, en un determinado plano de formulación teológica o de expresión litúrgica que consideran como absoluto, sin penetrar suficientemente en su profundo sentido, sin considerar la totalidad de la historia y su desarrollo legítimo, asustándose de las cuestiones nuevas, sin admitir en definitiva que el Espíritu de Dios sigue actuando hoy en la Iglesia». Discurso ante la Conferencia Episcopal Francesa, 1980.