La medida de la santidad está dada por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por cuánto, con el poder del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida sobre la suya. Es conformarse a Jesús, como afirma san Pablo: «A los que siempre conoció, los predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo» ( Rm 8, 29). Y San Agustín exclama :«Viva mi vida toda llena de Ti» ( Confesiones , 10,28). El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, habla claramente de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido: "En las diversas formas de vida y en las diversas profesiones, se practica una sola santidad por todos los que son movidos por el Espíritu de Dios y… siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer ser partícipes de su gloria” (n. 41).