El Señor siguió el rito de la Pascua y, después de consagrar el pan, «cogiendo una copa, pronunció la acción de gracias, se la dio y todos bebieron. Y les dijo: Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos». Instituido el misterio de la Eucaristía, aquel Vaso vino a convertirse en la más preciada reliquia de la Cristiandad; en la divina Copa.