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noches del sacromonteRicardo Franco

La resurrección de Cristo en la Plaza de Cibeles

Si Dios es tan Dios que puede llegar al imposible inimaginable de haber vuelto de la muerte, hay que celebrar este concierto y cada día, al despertar, echarse a los brazos de las personas que soportan nuestras manías y nuestra variada colección de obsesiones

Sin apenas tiempo para dejar de oír las cadencias primaverales de la cachucha y la zambra en el vergel reverdecido del Sacromonte. Y sin apenas casi tiempo de quitarme el fresco de la alargada sombra de la Alhambra sobre el Darro he venido a caer, de nuevo, en el Foro del chotis «por la Puerta de Alcalá, con la falda almidoná y los nardos apoyaos en la cadera». Si me vieran.

Y de ahí, hasta la misma plaza matritense de la diosa Cibeles, donde se celebran las repetitivas victorias blancas, algún conductor despistado termina también tirando del carro de la diosa y los enamorados más noctámbulos se pasean, acaramelados, en la espera del alba o del autobús que los devuelva a casa tras una noche de amor, más o menos cultural, por el centro de Madrid.

Por lo visto, riadas de gente de todas las edades han tomado las calles aledañas de la divina glorieta, de tal manera que hacían recordar alguna manifestación debida a los volantazos de los que tienen el parné. Pero no; hoy no era el momento y, además, nadie reivindicaba nada, como era visible en los rostros de los presentes. Y porque, a la hora de la verdad, cuando se trata de un fiesta, uno se olvida de cualquier reivindicación y, simplemente, disfruta. Que es, al fin y al cabo, de lo que se trata.

Algún cristiano viejo, de esos que creen tener la denominación de origen grabada en el pecho, junto al tatuaje de las gestas y el juicio perenne en la mirilla de su disidente rifle pensará, seguramente, que estas no son formas, ni adecuadas ni afortunadas, de celebrar tal acontecimiento.

Algún «cristiano viejo» de esos, de los de antes; de los que pesan los pecados del presente desde su idealizado pasado, cuando los angelotes de las fuentes miccionaban agua bendita sobre un pueblo presuntamente inmaculado, pensará que la resurrección de Cristo no merece ser manchada con una fiesta tan cercana a la «mentalidad del mundo» y que, seguramente, habría que haberle puesto más velas al sagrario y un poquito más de incienso en el ambiente.

Pero el problema no es tal celebración. Ni el problema tampoco es si se confunde el nombre del rapero Grilex con una herramienta paleolítica o a Nachter se le descubre para la existencia como humorista y no como marca de chocolatinas, como es mi caso, ya que no tenía el grato gusto de conocerle.

El problema real que plantea una fiesta como la que se celebraba hoy en Cibeles es, que si es cierta la afirmación de que Cristo ha resucitado (y ya habría que pararse a pensar un momento en el sentido de esas palabras); si Dios es tan Dios que puede llegar al imposible inimaginable de haber vuelto de la muerte, había que celebrar hoy este concierto; y mañana echarse a los brazos y a los pies de todas las personas que, cotidiana y pacientemente, soportan nuestras manías y nuestras variada colección de obsesiones, para agradecer con ellas el regalo de una compañía tan humana como para ser amada y abrazada, y tan divina como para no abandonarnos ya nunca. Pues de eso se trata con resucitar.