Entrevista a Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo
De la banca a obispo franciscano: «Si no alimentamos nuestra fe estamos desarmados ante demasiado acoso y derribo»
El arzobispo de Oviedo habla de su familia, de su vocación y de los retos que la Iglesia afronta en su misión
Jesús Sanz es el actual arzobispo de Oviedo. Pero antes de sus cargos y sus estudios, como para todo cristiano, la familia ha sido el ámbito privilegiado donde ha podido brotar toda su humanidad y con la compañía de la Iglesia, el lugar en el que –para Sanz Montes– están «los amigos de los amigos de Dios».
La familia y la vocación
–¿Cómo fue su infancia, su familia, era muy religiosa?
–Nací en Madrid, un 18 de enero de 1955. Soy el mayor de seis hermanos (aunque tengo dos más en el cielo). Mi familia es cristiana y así fui deseado y acogido, y una vez que nací a la vida, mis padres quisieron que naciera también a la fe con el bautismo que me hizo cristiano. Una familia sencilla con convicciones cristianas cuyos valores se me fueron transmitiendo de mil modos. Fue decisivo el testimonio de mi abuela paterna, una mujer profundamente religiosa. Pero mis padres también me inculcaron la visión cristiana de la vida, no tanto con doctrinas teóricas, sino viéndolos vivir tantas cosas cotidianas, en medio de sus dificultades y momentos gozosos.
Preparé y gané unas oposiciones a la banca privada
–¿Cómo fue su llamada al sacerdocio? Aunque usted es franciscano, es una duda que mucha gente tiene, primero fue franciscano y luego sacerdote diocesano…
–La llamada primera fue a través del ejemplo de los sacerdotes de mi parroquia madrileña, San Jerónimo el Real. Los niños de catequesis teníamos colonias de verano en Noja (Santander), y los monitores eran los seminaristas mayores de Madrid. El testimonio de aquellos sacerdotes y seminaristas fue para mí un primer reclamo, un atractivo que me hizo ser curioso primero y luego pensar en la posibilidad de ser llamado también yo a lo mismo. La vocación siempre la da Dios, pero la pro–vocación nos la confía a los hombres. Ellos fueron provocadores de la vocación divina en mi alma. Tenía entonces 9 años. No obstante, tardé muchos años en responder, a pesar de haberme acompañado siempre esa llamada. Preparé y gané unas oposiciones a la banca privada y comencé a trabajar en ese ámbito, tuve una experiencia afectiva con alguna chica parecido a un pre–noviazgo, pero arrastraba algo pendiente de respuesta. Finalmente ingresé en el seminario con 20 años. Fue allí, en cuarto de teología, cuando en medio de una crisis vocacional que atravesaba, fui invitado a una experiencia pastoral entre leprosos. Los franciscanos y franciscanas que atendían aquella leprosería representaron nuevamente para mí otra pro-vocación saludable que me hará descubrir mi vocación franciscana. Dejé el seminario de Toledo e ingresé en la Orden Franciscana en mi último año de estudios teológicos. Fue algo contrastado y discernido, pero suponía fiarte de Dios otra vez y dejarte acompañar por la Iglesia.
Trato de ser obispo «al franciscano modo»
Toledo y san Francisco
–Esa generación de sacerdotes que dio Toledo, con don Marcelo al mando. Son unos «top 10». ¿Cómo se lo explica?
–Guardo de aquel seminario toledano un feliz recuerdo y mucha gratitud: el señor Arzobispo Cardenal Marcelo González Martín, profesores, formadores, compañeros… Mi director espiritual de entonces va camino de los altares: el siervo de Dios Don José Rivera. Todos eran «grandes», valía la pena mirarlos, admirarlos y dejarte acompañar por ellos. Después de cuarenta años se acrecienta más mi reconocimiento de lo mucho que se me dio. Es una bendición haber recibido ese regalo de personas grandes en tu vida: por su virtud y santidad, por su sabiduría e inteligencia, por su amor a Cristo y a la Iglesia, por su profecía y creatividad en saber situarse ante los retos que nos desafían y las heridas que nos desangran, junto con la esperanza que se derivan de certezas que nos devuelven la verdad, la bondad y la belleza. Si te unes a personas mediocres, terminas siendo también tú mezquino. Si aciertas a mirar a los grandes, tu vida se engrandece ante Dios y ante los hombres, para servirlos con amor verdadero y entrega sincera. Produce vértigo saberte ahora en la edad y con las responsabilidades que ellos tenían cuando se cruzaron contigo. Pides la gracia de seguir esa pauta, no traicionar la gracia que supusieron y no defraudar ni a Dios ni a los hermanos.
–¿Usted es de los pocos obispos españoles que son religiosos? ¿Qué impronta da ser Franciscano?
–Siempre digo que trato de ser obispo «al franciscano modo». San Francisco de Asís es una de las historias de santidad cristiana más hermosas de la Iglesia. Su itinerario humano y creyente es una verdadera aventura espiritual en la que tantas veces te reconoces cuando le descubres buscador de Dios con todas tus preguntas sin resolver que hallarán en el Señor su cumplida respuesta, atento a los hombres que se cruzan ante tus ojos con toda serie de pobrezas materiales, espirituales y culturales, permeable también a la belleza de la creación de la que formamos parte y que hemos de saber cuidar, como fiel hijo de la Iglesia e integrado en el mundo de su generación. Toda esa impronta de fraternidad cristiana nace de la triple filiación que siempre descubrí en San Francisco: hijo de Dios, hijo de la Iglesia de su época e hijo de la historia de su generación. Ensamblar esas tres filiaciones te permite vivir tu propia vocación «al franciscano modo». Lo intenté vivir cuando era profesor de teología en la Universidad, o cuando trabajaba ministerialmente en las parroquias por las que anduve, y ahora como obispo también. Sigo siendo fraile franciscano. Un sucesor de los Apóstoles que pertenece a la familia espiritual de San Francisco. Para mí es una gracia. Espero que para los hermanos a los que sirvo y acompaño, sea una bendición.
–En 2003 fue ordenado obispo de Jaca y Huesca y en 2009 nombrado arzobispo de Oviedo. ¿Qué es fue más emotivo, ser ordenado sacerdote u obispo?
–Yo estaba en un momento «dulce» en mi trabajo como teólogo en la Universidad San Dámaso de Madrid, y en la Universidad Pontificia Antonianum (Roma) donde me doctoré. Cuando me llamó el señor Nuncio para comunicarme que el Santo Padre Juan Pablo II me nombraba obispo de Huesca y de Jaca, me cambió completamente la vida. Me fie de la Iglesia para responder al Señor una vez más. Dios nunca se contradice, aunque tú no lo entiendas. Y Él jamás se repite, aunque siempre te pida lo mismo. Por eso he vivido esos momentos con la novedad que entraña cada circunstancia. La ordenación sacerdotal era algo acariciado desde niño y, por tanto, no era una vocación tardía sino una respuesta por mi parte retardada. Pero viví aquel momento con una inmensa ilusión. La ordenación episcopal fue una sorpresa jamás soñada ni imaginada, con lo cual introdujo una cautela que no siendo temerosa, me impuso lo que dicen los versos de León Felipe: «no sabiendo los oficios, los haremos con respeto». El respeto de quien se sabe llamado a ser maestro sin olvidar nunca que eres discípulo, el respeto de quien se sabe llamado al gobierno eclesial dejándote pastorear en todo momento por quien te llama, y el respeto de quien se sabe llamado a santificar a los hermanos con la conciencia de que de la gracia eres el más mendigo. Tras los seis años en el Alto Aragón (de muy feliz recuerdo), otro Papa también muy querido, Benedicto XVI, me llevó a Asturias como arzobispo de Oviedo. No merezco la alegría y la paz con las que estoy siendo muy bendecido. Sólo tengo palabras de gratitud a Dios y a los hermanos a los que acompaño como pastor diocesano.
Obispo
– ¿Cambia la vida ser obispo?
–Evidentemente que cambia, porque la circunstancia es otra muy distinta a la que te habías habituado y en la que habías crecido hasta entonces. Echas en falta sobre todo la fraternidad, tu vida comunitaria como religioso. No cambia tu forma de ser y temperamento, ni las vivencias vinculadas a escenarios y sus momentos, a fechas y sus épocas, a personas que han ido dejándote una profunda huella. Llevas contigo todo tu bagaje biográfico, pero te asomas a una realidad bien distinta. Máxime cuando se trata de algo que no figuraba en tu agenda particular cotidiana, ni en tus posibilidades acariciadas, y menos aún en tus pretensiones mejor guardadas. Es una gracia con la que Dios te sorprende. Tú te fías de Él y respondes con la Iglesia y con todas tus fuerzas pidiendo a Jesús y a María la gracia de la fidelidad a cuanto se ha puesto en tus manos, en tu corazón y en tu entraña. Voy aprendiendo cada día, y sigo siendo obispo novicio.
– Lumen Dei. Una encomienda extraordinaria que la Iglesia le pide
Las realidades eclesiales como son las órdenes religiosas, las asociaciones de fieles, los movimientos apostólicos, son un don que Dios hace a su Iglesia pensando en las necesidad y desafíos de cada tramo de la historia. San Francisco de Asís, como antes San Benito de Nursia, o después San Ignacio de Loyola (por poner tres ejemplos), representaron ese don del que nació un carisma, una familia espiritual. Pero como todo ser que nace hay que cuidarlo, ayudarlo a crecer sanamente para que responda al cometido de quien lo regala, que es el que Dios señala. Eventualmente, puede nacer con dificultades en el primer momento, o torcerse al poco tiempo de haber iniciado su camino, o complicarse a un cierto momento a pesar de una historia larga. Entonces la Iglesia, como Madre y Maestra, que había agradecido ese nacimiento, debe intervenir para corregirlo si se desvía, animarlo si pierde su ánima, y acompañarlo con paciencia y sabiduría para que no se malogre lo que había sido un regalo del cielo. Esa intervención se ha dado siempre a lo largo de la historia de la Iglesia. También en nuestros días. La Iglesia me llamó, fue el Papa Benedicto XVI quien me confió esa tarea y la ha revalidado el Papa Francisco, para que en su nombre acompañase esa joven asociación de fieles que atravesaba una serie de dificultades complicadas en el orden formativo, espiritual, moral y económico. No ha sido sencillo, pero gracias a Dios se va salvando con su ayuda lo que Él quiso regalar a su Iglesia a través de este carisma que tuvo su origen en el padre Rodrigo Molina, jesuita asturiano que falleció en 2001. Hay mucha esperanza con el grupo que ha quedado fiel a las indicaciones de la Iglesia y vamos haciendo el camino que el Señor marca.
–Cómo ve la fe en España, mucho grupo de jóvenes, pocas vocaciones… ¿Vivimos una fe infantil? ¿Poco sólida?
–Atravesamos un momento delicado con una serie de crisis de diversa índole, que de modo inevitable afecta también a la Iglesia, pero que no se circunscribe únicamente a ésta. Los cristianos estamos en el mundo y formamos parte de nuestro momento histórico, pero además de dar el testimonio que se deriva del Evangelio, también nosotros somos susceptibles de ser influenciados por una mentalidad mundana. El gran escritor Chesterton decía que Dios sorprende a cada generación con los santos que más la contradicen. Y eso significa que hemos de estar vigilantes para que no se nos cuele de modo fatal la mentalidad contraria a la fe. El problema es que no siempre hemos acertado a nutrirla debidamente, y para muchos creyentes que tienen problemas de adultos, heridas de adultos, dudas de adultos, su fe sigue siendo infantil y su último contacto con una formación cristiana se remonta a cuando hicieron la catequesis de la primera comunión o la confirmación. Entonces se da un desfase en donde la mella que se hace siembra la incertidumbre. Es muy importante que haya una personalización de la fe, alimentarnos con los sacramentos y la Palabra de Dios, y dejarnos acompañar por la Iglesia. De lo contrario nos encontramos desarmados ante demasiado acoso y derribo que no es inocente ni improvisado.
Hay que ser amigos de los amigos de Dios
–¿El estado de la Iglesia es la que no atrae vocaciones o es el mundo que les distrae con nuevos ideales, lujo, riqueza, fama…?
–En su célebre obra Los coros de la roca, Thomas S. Eliot se hacía una pregunta: «¿ha abandonado el mundo a la Iglesia o la Iglesia ha abandonado al mundo?» Y comentando este dilema, monseñor Luigi Giussani respondía: «se han dado las dos cosas». Efectivamente, no podemos pensar que los malos son los demás que se han dejado influir negativamente, que han pervertido su conciencia y se han alejado de la verdad, porque siendo cierto este alejamiento hemos de admitir también que nosotros, como cristianos, quizás no siempre estamos a la altura del testimonio que se espera de nosotros.
El ejemplo para un cristiano no puede ser un héroe o un divo, sino Cristo
El ejemplo de los santos
Hay, por lo tanto, una llamada a poner nombre a los retos que tenemos delante en una auténtica batalla cultural en curso muy fuerte (Nuevo Orden Mundial, Ideología de género, posiciones políticas beligerantes desde su ateísmo, la sutil masonería que siempre socava la presencia cristiana, y un largo etcétera), pero también hemos de poner nombre a nuestra desidia y mediocridad que nos hace insignificantes, callados y ausentes, no por humildad sino por comodidad y cobardía. Las vocaciones surgen desde esa provocación como explicaba más arriba. Y cuando en una parroquia, en un colegio, en una comunidad religiosa, en un movimiento apostólico hay sacerdotes, religiosas y familias que viven su fe con alegría, con audacia y fidelidad, de ahí surgen vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y a la familia cristiana.
– Su ejemplo vital ¿Cuál es?
–El ejemplo imprescindible es Jesús resucitado, y junto a Él están María y los santos que más han tocado mi corazón. Decía San Juan de Ávila que hay que ser« amigos de los amigos de Dios». Esta especial compañía es la que te despierta, te corrige, te sostiene en la aventura de la vida, a través de los años de tu edad y del domicilio de tu circunstancia. Es una compañía que nos sostiene en aquello para lo cual fuiste llamado a la vida, para la misión que eternamente te fue confiada. Yo he conocido santos cuyas biografías tanto me han ayudado conocerlas, pero también he podido tratar a santos cotidianos que han vivido o viven conmigo, son los «santos de la puerta de al lado», como dice el Papa Francisco. El ejemplo para un cristiano no puede ser un héroe o un divo, sino Cristo y sus discípulos más verdaderos, los santos, que se nos dan como compañía para nuestro destino.