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Eduardo Toraño López

El regalo de un nuevo Pentecostés

Cuando esta experiencia cala, perdura. Es un cambio permanente, una vida nueva que no tiene marcha atrás

En Pentecostés se da una efusión universal del Espíritu Santo que cambia a los discípulos y transforma el mundo. El viento impetuoso que llenó el cenáculo los empuja con gran fuerza y valentía por todas partes. Las llamas de fuego se extienden haciendo arder muchos corazones. El poder del Espíritu se manifiesta en carismas que se propagan... Los que vieron estos fenómenos quedaron estupefactos: «¿Están borrachos?». Pedro les responde que es Jesús quien, resucitado de entre los muertos, ha derramado el Espíritu Santo. Al escucharlo, con esa fuerza con que hablaba, se quedaron con el corazón sobrecogido y «traspasado», se convirtieron y bautizaron en el nombre de Jesús (cf. Hch 2,1-41). Luego, como vemos en los Hechos de los Apóstoles, los discípulos siguieron predicando con el poder del Espíritu, con milagros y curaciones, llevando a muchos a abrazar la fe.

El cambio profundo que transformó a los discípulos en Pentecostés sigue siendo actual. Soy testigo de la acción poderosa del Espíritu en Retiros, Seminarios de Vida en el Espíritu, pero también en otros momentos. El Espíritu quiere comunicarse, derramar su Amor para animar, alentar y consolar, con el amor que es Dios (1Jn 4,8). Cuando lo hace entra en lo más profundo de la persona, comienza su obra de sanación, transforma interiormente, tocando todos los ámbitos de su ser y de su vida: cambia la mente, el corazón, la afectividad, las pasiones, la forma de relacionarse con los demás, etc. Cuando esta experiencia cala, perdura. Es un cambio permanente, una vida nueva que no tiene marcha atrás, aunque requiere un proceso espiritual que conlleva la sanación interior, porque estamos heridos y Él quiere restaurarnos, y así poder ser completamente transformados en todo nuestro ser: cuerpo, alma y espíritu (1 Tes 5,23).

Estamos en un «nuevo Pentecostés», se cumple así lo que pidió Juan XXIII al convocar el Vaticano II. Vivimos un derramamiento del Espíritu, que no debe quedarse en círculos cerrados sino llegar a «toda carne» (Hch 2,17), a toda la Iglesia, a todo el mundo. El Espíritu, como el viento, sopla como quiere y «donde quiere» (Jn 3,8). Se adapta a cada persona y a la cultura concreta de cada época. Se manifiesta al hombre de hoy –posmoderno, secularizado y relativista–conforme a su propia idiosincrasia, para que se encuentre con Jesucristo. Hoy se buscan signos, porque es difícil creer sin sentir. Hay tantos que solo pueden vencer la increencia y los prejuicios contra la fe católica con una experiencia tumbativa y sentida del poder y la presencia de Dios. Por eso, en este momento se evangeliza no partiendo de la doctrina o la moral, sino desde la experiencia viva y concreta, movida por el testimonio de aquellos que han experimentado el amor de Dios. El cristianismo, como destacó muchas veces Benedicto XVI, es fundamentalmente la experiencia del encuentro con Cristo. Y esta la suscita el Espíritu Santo a través de testigos.

El Espíritu quiere llegar a todos y por eso nos busca haciéndose el encontradizo. Hay una especie de kénosis del Espíritu. Así como el Hijo de Dios se anonadó encarnándose y muriendo por nosotros, el Espíritu Santo se abaja para habitar en cada corazón. Ahí activa el deseo natural de Dios intrínseco a nuestra naturaleza humana, mueve el corazón para que, inquieto, busque descansar en Él. Dios se hace todo a todos conforme a la propia personalidad y capacidad para que cada uno pueda conectar con Él en lo más íntimo de su propia intimidad.

Es fundamental que la experiencia sea luego acompañada y madurada. La experiencia primera requiere una continuidad. Es necesario un crecimiento en las virtudes, en la fe, la esperanza y la caridad, en la vida sacramental, con una buena formación y la inserción en una comunidad concreta. El Espíritu entra desde nuestra forma de comprender y captar la realidad, pero luego nos va haciendo madurar para no quedarnos en un emotivismo del que cree solo si siente o si se tienen manifestaciones extraordinarias de su presencia. Se trata de un camino donde necesito ser acompañado por un buen guía y una comunidad eclesial.

Invoquemos juntos «al Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio», como pidió Benedicto XVI (20-07-2007), porque «espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece solo al pasado: la Iglesia está siempre en el cenáculo que lleva en su corazón» (Juan Pablo II, Encíclica Dominum et vivificantem, 66). Pidamos que este nuevo Pentecostés se expanda para que el Evangelio llegue a todos con nuestro testimonio libre, valiente y entusiasta.

  • Eduardo Toraño López es Director del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad San Dámaso