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noches del sacromonteRicardo Franco

Si Sánchez y Tamara pudieron, nosotros también

Podemos preguntarnos cuánto hay de fe ciega en las proclamas que nos hacen desconfiar de todo aquel que pretende hacernos un matiz

A menos de dos semanas de las elecciones generales más estivales de la historia de la democracia, ya podemos imaginar que el costumbrismo hispano, propio de esta estación, acabará por imponerse en las filas y los reservados de cada colegio electoral.

La nefasta moda piscinera de la chancla y el bañador sin corbata serán tendencia a la hora de ir a introducir a toda prisa el voto, para volver cuanto antes a tostarnos sobre la parrilla de arena en la que se convierten nuestras playas cada verano. Esto es así y ya es difícil, o demasiado tarde, para hacer pedagogía de las buenas formas en la vestimenta, a pesar del calor.

Sin embargo, sí estamos a tiempo todavía para otra cosa, que es la de preguntarnos si sabemos realmente votar y si hacemos un discernimiento adecuado, o lo reducimos todo a una adhesión sentimental a las siglas y a la aparente defensa del bien común, que cada uno entiende de aquella manera.

Como estamos a tiempo de hacer este ejercicio, se puede todavía torcer un poco la deriva hacia la que nos vemos como abocados tras la escucha de los discursos de los candidatos, los barones, los viejos presidentes y los bufones de cámara que se relamen esperando en la sombra, la promesa de un cargo mejor en algún partido nuevo, o a refundar sobre las espaldas de nuestra fe.

Estamos todavía a tiempo de echar a andar la oxidada maquinaria de la reflexión, no la de la reacción del instinto de defensa, aunque nos cueste bastante al principio por el abandono al vicio de escuchar la cantinela dulce que nos da siempre la razón, a propósito de cómo fueron y deberían ser las cosas en las Españas idealizadas, tal y «como Dios manda» aunque en el fondo sea más bien, tal y «como Dios nos da a entender».

En cualquier caso, como digo, estamos todavía a tiempo de cambiar el rumbo y la intención. De darle un espacio a la posibilidad de que uno pueda no tener claras todas las perspectivas, los datos de la magia sociológica y que, en definitiva, pueda llegar a pensar que puede estar equivocado en sus inamovibles preferencias.

Si hasta el mismo presidente Sánchez lo ha reconocido al decir que él «no miente, sino que cambia de opinión», y la mismísima Tamara ha perdonado al ciudadano Onieva y han pasado por el altar, nosotros también podemos «hacer de nuestra capa un sayo», mirar hacia otro lado de nosotros mismos y poner en cuarentena todas las opiniones de cabecera, los análisis de nuestros jóvenes filósofos reconvertidos en mercenarios de tendencias, y todas nuestras decisiones tomadas de antemano y a contrapelo de la realidad.

Podemos darle un giro a nuestra intención de ir a votar en contra de alguien y a reaccionar contra el miedo a los fantasmas. Porque reconozcámoslo, al menos un poco, la mayoría de los discursos que alimentan nuestra opinión nacen del miedo a un enemigo real, inventado, o introducido de otras latitudes. Nacen del prejuicio enrocado. Nacen del desconocimiento del otro que nos acompaña al otro lado de nuestra acostumbrada indiferencia y con el que, mal que nos pese, estamos llamados a convivir.

Podemos mirar hacia dentro, como en un piadoso examen de conciencia electoral con el sobre en el pecho, y preguntarnos -que ya es difícil, lo sé-, cuánto hay de apasionamiento cuasi futbolístico con nuestras estrellas del campeonato político y cuánto hay de fe ciega en las proclamas que nos han llevado a desconfiar de todo aquel que pretende hacernos un matiz.

Preguntémonos cuánto queda de irracional fan político en nosotros y cuántos miedos hemos metido doblados en la papeleta. Vayamos a votar, por una vez, pensando en el bien y, sobre todo, en la posibilidad; la posibilidad como materia del arte de la política para hacernos una vida más tranquila, más elegante, sin sobresaltos ni juicios moralistas contra medio país. Vayamos a votar, en fin, bajo este sol mediterráneo, aunque a algunos tengan que llevarles la urna electoral a pie de playa con un tinto de verano.