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Caricatura de la supresión de los jesuitas en la Iglesia

250 años de la supresión de los jesuitas en España: el doloroso exilio de la Compañía de Jesús

Apenas oída la orden en la que se decretaba el exilio, todos fueron hechos prisioneros. No podían hacer más que obedecer dócilmente las indicaciones

El próximo 31 de julio se cumplen 250 años de la supresión de la Compañía de Jesús. Fue el final de un proceso que había comenzado años atrás, primero con la expulsión de los jesuitas de Portugal, después de Francia y, por último, de España.

Exilio

Lo más transcendente fue, sin lugar a duda, que una de las órdenes religiosas más importantes y que más fuerza evangelizadora tenía, desaparecía de la Iglesia. Sin embargo, ha pasado mucho más desapercibido el exilio que sufrieron los jesuitas que tuvieron que abandonar sus casas.

Conocemos varios relatos de la expulsión de los jesuitas. Uno de ellos es la relación manuscrita del jesuita Blas Larraz. Un relato de un gran realismo que permite descubrir el drama que vivieron aquellos hombres. Larraz narra como apenas oída la orden en la que se decretaba el exilio, todos fueron hechos prisioneros. No podían hacer más que obedecer dócilmente las indicaciones recibidas.

'Dominus ac Redemptor', la bula de supresión de los jesuitas por parte de Clemente XIV

De Mallorca a Civitavecchia

Los jesuitas de la Provincia de Aragón se tenían que concertar en el puerto de Tarragona. Una vez que recogieron sus enseres personales se pusieron en marcha en varios carros escoltados por los soldados. Cuando atravesaban una ciudad, la gente se amontonaba para ver pasar a los religiosos. La gente preguntaba ¿qué delito habían cometido?, ¿eran culpables? Hubo algunas escenas dramáticas: mujeres llorando, mostraban su compasión por aquellos hombres que marchaban al exilio. Alguno de los jesuitas bendecía a la población allí concentrada.

El 27 de abril de 1767, algo más de quinientos religiosos embarcaron en Salou, en una flota formada por trece naves. Fueron derechos a Mallorca, donde se les unió otro grupo de las Baleares, y desde aquí se dirigieron a Civitavecchia, lugar indicado por Carlos III para los exiliados.

En pocos días avistaron puerto. Larraz cuenta cómo en el rostro de los jesuitas hubo un gesto de esperanza. Deseaban bajar a tierra e ir cuanto antes a Roma, la ciudad que idealizaban como centro de la cristiandad, y rendir homenaje al papa. La sorpresa llegó cuando los cañones del puerto, mediante disparos dirigidos a las naves, avisaban de que no podían desembarcar allí. Clemente XIII, para manifestar su oposición a la decisión de Carlos III, estaba dispuesto a no admitir a los jesuitas. El almirante de la flota envió un mensaje urgente a Madrid para saber que debía hacer con los jesuitas, dónde dejarlos. Mientras esperaban respuesta pudieron desembarcar en Córcega, perteneciente entonces al reino de Génova.

Después, a Córcega

Desde aquella isla comenzaron un periplo por distintos puertos del Mediterráneo. El calor, la escasez de alimentos, el mal olor que había dentro de la nave, era cada vez más insoportable. Después de muchas y variadas peripecias, el almirante decidió abandonar a los jesuitas en un pequeño puerto llamado Bonifacio, también en la isla de Córcega. Era el 4 de septiembre de 1767, cuatro meses después de partir de España.

Bonifacio era una ciudad muy pequeña, inhóspita y sin medios para la supervivencia. Sin embargo, los jesuitas se organizaron. Con el lema virtud y letras, se dedicaron a la vida de piedad, a los ejercicios espirituales y al estudio. Comenzaron cursos de humanidades, filosofía y teología, a las que acudían los más jóvenes. Los adultos organizaron una especie de academia que hacía menos pesado el exilio, debido a la falta de libros. Mientras tanto se estaba llevando adelante una intensa negociación diplomática entre España, Génova y el Vaticano, para dar salida a la situación. Finalmente, el 18 de octubre de 1768, Clemente XIII los admitía en los Estados Vaticanos.

Sufrir con esperanza

Meses más tarde, el general de la Compañía, Lorenzo Ricci, escribía a todos los miembros de la orden una nueva carta de la tribulación. La primera era del 26 de septiembre de 1758. Desde entonces había hecho llamamientos para pedir al Señor el final de las calamidades que asolaban a la Compañía. En esta ocasión, tras el exilio español, escribía: «todavía no agradó a Dios sacarnos de nuestras tribulaciones, o bien porque no estamos totalmente libres de aquellas culpas a las que con corazón sincero debiéramos llamar causa de nuestros males, o bien, porque complacido en nuestra virtud aplazó nuestra consolación para tiempos más oportunos». Pedía además sufrir todo lo que estaba sucediendo con ecuanimidad, paciencia y esperanza.