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noches del sacromonteRicardo Franco

De los espíritus perfectos, líbranos Señor

Nosotros trataremos de sobrellevar lo más dignamente posible y con una pizca de paciencia cristiana, toda la fatiga que supone ver caer a un ídolo tras otro de su pedestal de vanagloria

De los espíritus perfectos, hieráticos y solemnes en sus seguras sentencias, y que nunca fallan en su afilado juicio contra las flaquezas ajenas, líbranos Señor.

De los espíritus sin mancha, Señor. De esos espíritus pulcros y puros como el cristal recién soplado, que nunca sintieron el vértigo de caer y romperse en mil pedazos contra el suelo, líbranos Señor.

De los espíritus seguros de sí mismos y que no necesitan a nadie más que a sí mismos. De esos espíritus diáfanos y claros en su voluntad de llevar a cabo su ideal de palabras concebido para salvación del resto del mundo, líbranos Señor.

De los espíritus llenos de todas las respuestas imaginadas e imaginables para todos los problemas excepto para los suyos, líbranos Señor. Y líbranos pronto de ellos, cuanto antes y por tu misericordia; ya que no hay nada más peligroso que un hombre autoproclamado oráculo y solución definitiva para todas las preguntas que él no ha tenido tiempo de hacerse y que, paradójicamente, a los demás, nos afligen desde la cuna hasta la tumba, civilización tras civilización e imperio tras imperio.

Y líbranos, si es tu deseo y por caridad, de todos esos espíritus humanos que sí se preguntan, pero su interrogante es sólo un ademán interesado, una pose, una manera de dar un poco más de espacio a la soberbia de quien ya cree saber más que los otros, a los que mira con frío desdén y falsa condescendencia. Y sus preguntas son capciosas; son preguntas con trampa; son preguntas que reflejan una postura cerrada a la inefable dificultad para desentrañar el misterio de la realidad que todos afrontamos tarde o temprano.

Líbranos Señor, por tu poder, y por ir resumiendo, de todos esos espíritus caritativos que quieren ofrecernos a un módico precio sus hipótesis y sus esquemas, que ya nosotros trataremos de sobrellevar lo más dignamente posible y con una pizca de paciencia cristiana, toda la fatiga que supone ver caer a un ídolo tras otro de su pedestal de vanagloria, sin poder decirle después que ya conocíamos su destino, pero nos callamos: un poco por respeto al caído y otro poco porque, alguna vez, también fuimos un ídolo insoportable de nosotros mismos que no escuchaba a nadie y que no esperaba a nadie.