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noches del sacromonteRicardo Franco

Horizontes de agosto y su inquieto mar de fondo

Hay que encarnar los sueños para descubrir que nada le basta al alma; ni tan siquiera huir de las playas comunes, una vez conquistadas

No creo yo que nadie se sorprenda, a estas alturas de expectativa estival, con la exagerada dimensión que le dimos a las imágenes evocadoras de descanso y farra, solo interrumpidas por el obligado dies irae electoral.

En medio de este tórrido agosto, todavía hay quien imagina –con razón, no se lo reprocho– una isla utópica, una montaña mágica, un sendero inexplorado o, simplemente, el vistazo despreocupado al primer libro de la columna de los «no leídos» en la alcoba del invierno, sin acordarse siquiera de que luego no merecerá tanto esfuerzo el viaje hacia la costa de siempre o hacia la Castilla interior y desvencijada de los ancestros.

Sí, lo reconozco, yo soy un gran vago para eso de viajar, soy un gran lector del Eclesiastés y un gran escéptico con las expectativas por conquistar nuevas rutas. Quizá sea por el exceso de viajes en mi pasado marinero en los que lo único seguro era la tormenta de la costa balear a la altura de febrero y el ansia por volver a una cama segura, bien anclada al suelo, calentita, sin vaivén ni marejada de fondo en las inquietudes que aparecían como barcos negros, silenciosos e inquietantes, en el horizonte gris del Mediterráneo.

Otro día contaré la densidad inolvidable del instante en el que dos tripulaciones se cruzan y se miran cara a cara en el inmenso vacío del mar, y percibes en sus rostros tu mismo deseo imposible de parar máquinas para abrazarte con el extranjero desconocido, y hablar con alguien distinto a uno mismo y a los compañeros de guardia. Pero hoy no toca hablar de eso. Como tampoco toca hablar de la profunda impresión de estar inmerso en la noche de alta mar y ver con los prismáticos las largas culebras de luz que los paseos marítimos forman en la costa; ahí donde se cruzan los españoles con los alemanes, los franceses y los críos que corretean con su globo en la orilla de la gran oscuridad marina.

En cualquier caso, como en las vacaciones familiares, o como en las planificaciones a pie de mapa, también aquellas largas travesías de ultramar parecían bellas en la divagación de una mente soñadora, inflamada de gestas marítimas, lecturas de Stevenson y Conrad y el anhelo de huir de tierra firme hacia una antilla ignota.

Luego hay que estar ahí y descubrir que la vida marinera, como la vida familiar, como cualquier vida, a veces es más segura en los cuadernos del retirado cuarto de derrota. Y que hay que vivir realmente el mar y su imprevisible humor, igual que hay que vivir el ahora y no en el plácido pasado, ya que no hay otra navegación a la vista. Por eso, contra vientos y mareas, hay que tratar de encarnar los sueños para descubrir que ninguno basta para llenar del todo el alma; ni tan siquiera el deseo de huir a las playas comunes, una vez conquistadas para la inauguración de un parque temático con todas las garantías de la Unesco.

Pero esta es otra de las muchas evidencias que sólo reconocerán los más humildes navegantes y los más sacrificados marineros de la vida. Porque el navegar, como el vivir, como el veranear, también es limpiar cubiertas, quitar el óxido y pintar, dormir poco y mal, bregar con el sacrificio, con el dolor, con las olas altas, con el frío de los disgustos y con la resaca de fondo que desvía nuestros pensamientos a la realidad: puerto siempre ineludible.

Los soñadores de veranos inmensos y azules seguirán ahí, verano tras verano, en la misma cala esquilmada de conchas por la ternura de alguien que pasea y mira entornando los ojos, y piensa en infinitos collares y pulseras para los niños; en esa misma cala en la que unos leen, otros sueñan castillos y otros se aburren mientras suspiran por ir a otro lugar –ir siempre a otro lugar más bello, más sereno, más verdadero– donde descansar un poco de sí mismos, de su propia voz y de la inquietud que asoma en el horizonte de las preocupaciones de septiembre.

Las mismas preocupaciones, el mismo horizonte lejano al que tienden todas las miradas al atardecer, inconscientes de que, en el fondo, ese infinito mar de nubes y sol que corona el día con su fuego, está siempre ahí como un don inmerecido; un don que está ante nuestros ojos, un don que se mueve y adquiere las distintas formas de un inimaginable y apasionante futuro, pleno de vida para los vivos y para los que ya veranean en la eternidad.