Entrevista Ramón Díaz, futuro diácono del Opus Dei
El pequeño gran paso hacia el sacerdocio: «¿Hay alguna razón por la que no valga la pena entregarlo todo?»
Provenientes de 11 países diferentes, 20 fieles del Opus Dei reciben el diaconado este sábado, 23 de noviembre, en una ceremonia en la basílica romana de San Eugenio
Si algo demuestran los últimos estudios es que Europa no puede presumir de vocaciones. Es cierto que el número de católicos ha crecido en el mundo, pero en este continente las cifras parecen haberse estancado. África se ha posicionado como la gran protagonista en cuanto al aumento de vocaciones, sacerdotes, católicos y bautizados.
Esa es la realidad. Se puede aceptar y lamentar con nostalgia la necesidad de un cambio, o, por el contrario, abrazarla con esperanza, creyendo que no todo está perdido y que, como decía la canción de Frank Sinatra, «lo mejor está por venir». Hace algún tiempo, Joseph Ratzinger ofreció una poderosa respuesta para el futuro de la Iglesia en Europa: las «minorías creativas». Pero, ¿quiénes son estas minorías y qué virtudes definen a sus componentes?
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Un ejemplo de ello se puede encontrar en Ramón Díaz, un joven natural de Pamplona, que, a los dieciocho años, decidió dejar su tierra e irse a estudiar Física a Hungría para «colaborar con la misión evangelizadora de la Iglesia y apoyar las actividades apostólicas del Opus Dei en ese país».
Escribió un libro para niños sobre san Tarsicio, el joven mártir romano que dio su vida por proteger la Eucaristía: «La escribí para chavales porque, si el pequeño Tarsicio fue capaz de entender que la Eucaristía valía más que su propia vida, también quienes la leyeran deberían poder hacerlo». Ahora, Ramón está a punto de dar un paso que cambiará su vida para siempre: el diaconado, el primer salto hacia el sacerdocio. Una decisión que, como la de san Tarsicio, reafirma su compromiso de vivir su fe sin reservas.
–¿Cómo surgió en su vida el deseo de convertirse en sacerdote? ¿Fue un proceso largo o un momento de claridad repentina?
–Han sido muchos pequeños pasos los que me han llevado hasta aquí. En mi familia aprendí a poner a Dios en el centro de todas mis decisiones. Mis padres me enseñaron que él tiene un plan para cada persona y que debemos esforzarnos por descubrirlo.
Cuando era un adolescente, frecuenté las actividades de formación cristiana organizadas en Alaiz, un club juvenil del Opus Dei. Las personas que lo dirigían eran católicos piadosos, que vivían su fe sin complejos; alegres y deportistas. Me atraía mucho el modo de vida de esa gente que dedicaba gran parte de su tiempo a acercar a la juventud a Cristo.
Un día, hablando con una persona que admiraba mucho y que me dirigía espiritualmente, salió el tema de la llamada de Dios. Fui a la capilla, me puse delante del sagrario, y recé: «¿Hay alguna razón por la que no valga la pena entregártelo todo? No, ¿verdad? Pues ya está». No me planteé grandes dilemas. La llamada estaba escrita desde hacía dos mil años: «Si quieres ser perfecto, ven y sígueme». El ejemplo de mis padres y abuelos hacía que me atrajera mucho la idea de entregarme a Dios a través del amor a una mujer y unos hijos, pero decidí ofrecerle un corazón célibe, entero, sin mediaciones humanas, para servirle a él y a su Iglesia viviendo el espíritu que había transmitido a san Josemaría. Estos fueron los primeros pasos de un camino cuyo recorrido habría sido imposible de prever.
Palpar la universalidad de la Iglesia me ha llevado a crecer en amor hacia ella
–¿Y hacia qué otros lugares le condujo ese camino?
–Al cumplir los dieciocho años me trasladé a Hungría para colaborar con la misión evangelizadora de la Iglesia y apoyar las actividades apostólicas del Opus Dei en ese país. Aprendí el idioma y estudié Física. Me empapé de la cultura húngara y me enamoré de ella. Durante los últimos años de carrera empezó a surgir en mí la idea del sacerdocio, o más bien, el Espíritu Santo la fue despertando.
Una vez más, no me compliqué demasiado. Simplemente, veía que Dios había querido necesitar de sacerdotes para llevar a cabo su redención, y que yo podía ser uno de esos instrumentos. Por otro lado, ya había decidido servir a Dios en el Opus Dei, y cualquier paso adicional en mi vocación debía partir de ese compromiso.
–Un paso adicional que le llevó al seminario…
–Así es. Al terminar la carrera me mudé a Roma para estudiar teología y seguir reflexionado sobre la cuestión. En mis años de seminario he tenido la oportunidad de convivir con católicos de los cinco continentes. En la universidad un día te sientas en clase junto a un sacerdote de una aldea perdida de los Andes peruanos, y otro escuchas la presentación de una monja vietnamita.
Palpar la universalidad de la Iglesia me ha llevado a crecer en amor hacia ella. Todas estas experiencias, además de mucha oración y conversaciones de dirección espiritual, han contribuido a fortalecer mi deseo de ser sacerdote, si bien siempre ha estado subordinado a la voluntad de Dios. Y así es como he llegado hasta aquí.
Una vida muy distinta a la española
–Hábleme un poco más de su paso por Hungría. ¿Cómo fue su llegada?
–El primer gran desafío fue el idioma. Nada más llegar al país me apunté a un curso intensivo de húngaro para principiantes. Mis compañeros eran en su mayoría musulmanes provenientes de Túnez, Siria, Irak y Palestina. Uno de los temas más frecuentes de nuestras conversaciones era la religión. Comprobé que la idea que tenían del catolicismo estaba muy distorsionada, tal vez a causa de las costumbres que observaban en las sociedades occidentales y que atribuían directamente a nuestra fe.
Por ejemplo, en una ocasión un compañero palestino me comentó consternado: «Ramón, hay algo que me inquieta. Tú no te drogas, no te emborrachas, no sales de fiesta con mujeres y, sin embargo… eres cristiano. ¿Cómo es esto posible?». Supongo que la pregunta me pilló un poco desprevenido y no supe muy bien qué responder.
–¿Es una sociedad muy diferente de la española?
–Las diferencias con España darían para llenar un libro. Una de las más notables es la percepción de la Iglesia católica en la sociedad. Evidentemente, en Hungría no faltan las críticas, pero no son comparables a las reacciones viscerales que por desgracia abundan en nuestro país. Además, gracias a Dios, y a pesar del creciente secularismo, en Hungría la fe no es un tema tabú en la vida pública de los católicos. Al menos por el momento.
¡No hace falta esperar a ser mayor para amar a Dios con toda el alma!
–¿Y el carácter de la gente? ¿Se le hizo difícil adaptarse?
–Efectivamente, esa es otra de las grandes diferencias. Me atrevería a decir que tienen un carácter melancólico, muy contrastante con el colérico típico de nuestro país. Es un pueblo que ha sufrido la bota del comunismo, y eso se nota en la sociedad. Mis amigos de la universidad se metían conmigo por ser demasiado directo, pero agradecían la sencillez y el calor característico de los españoles. Y eso que soy del norte.
–¿Volverá allí después de este paso?
–Eso espero, aunque el futuro de un sacerdote muchas veces es imprevisible. Es un país maravilloso al que me siento muy ligado. Me haría mucha ilusión regresar cuanto antes, pero todavía tengo que terminar mis estudios.
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–También es escritor... ¿Cómo surgió la idea de abordar un tema tan serio y profundo de manera accesible para los más pequeños?
–De «haber escrito una novela» a «ser un escritor» hay un salto considerable. También me gusta jugar a fútbol y nadie que me viera pensaría que soy un futbolista.
–Pero el caso es que publicó una novela...
–Sí. Cuando estaba en Hungría desarrollé cierta afición por la escritura. Puede parecer difícil de creer, pero tenía miedo de que se oxidara mi lengua materna. Estando ya en Roma, un verano me entraron ganas de escribir una novela y me lancé. Y como uno escribe sobre lo que tiene dentro, me salió una historia sobre la Eucaristía y el sacerdocio.
El protagonista es san Tarsicio, un niño romano de doce años, que murió apedreado mientras llevaba la Eucaristía a unos prisioneros, durante la persecución del emperador Valeriano. La escribí para chavales porque, si el pequeño Tarsicio fue capaz de entender que la Eucaristía valía más que su propia vida, también quienes la leyeran deberían poder hacerlo. Pienso que lo que leen los niños no solo tiene que servirles para pasar un buen rato, sino que debe invitarles a soñar a lo grande. ¡No hace falta esperar a ser mayor para amar a Dios con toda el alma!
–Es miembro del Opus Dei. ¿Cómo ha influido esta realidad en su vida diaria?
–De un modo radical. La influencia es evidente, incluso desde fuera. A los dieciocho años me trasladé a un país extraño, con un idioma de locos, habitado por gente que pensaba que la mantequilla era mejor que el aceite para cocinar. De todas formas, aunque me hubiera quedado en mi querida Pamplona, mi misión habría seguido siendo la misma: vivir y dar a conocer que el mundo debe santificarse también desde dentro.
En una sociedad que pretende relegar a Dios a las sacristías, predicar que Cristo es Rey de las realidades temporales es más necesario que nunca. Cuando estudié Física, esto era a lo que aspiraba. Mi vocación influyó incluso en el modo en que consideraba las galaxias y los agujeros negros. Ya no eran simples objetos magníficos ante los que asombrarse, sino obras salidas de las manos de Dios que daban gloria a su creador.
–Dentro de poco, será ordenado sacerdote. ¿Qué es lo que más le emociona de este nuevo camino?
–Decía san Josemaría que la Virgen es la más santa de las criaturas. Más que ella, solo Dios. Sin embargo, solamente una vez pudo traer a Jesús al mundo. El sacerdote lo trae todos los días. Celebrar la misa es la obra más grande que Dios ha concedido realizar a los hombres. Me parece difícil concebir algo más emocionante que eso.