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Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa

Las visiones de una joven monja y una epidemia de cólera: el origen de la medalla milagrosa

Para la muerte de santa Catalina Labouré en 1876, ya se habían distribuido más de un millón de milagrosas, a la que se sabe que le ha tenido devoción desde el cura de Ars o Teresa de Lisieux, hasta madre Teresa o Juan Pablo II

rue du Bac, París: un sencillo edificio cobija en su interior la casa madre de las Hijas de la Caridad, que fundó san Vicente de Paúl. Allí vivía en 1830 una joven monja llamada Catalina, quien una noche se despertó al oír la voz de un niño que la llamaba y le decía: «Todo el mundo duerme, venga a la capilla, la Santísima Virgen la espera».

La hermana siguió al niño y al entrar en el oratorio vio a una hermosa señora. «Fue a sentarse en un sillón sobre las gradas del altar mayor, al lado del Evangelio», escribiría más tarde la santa Catalina Labouré. Corrió a sentarse a su lado, puso las manos sobre su regazo y la madre de Dios le compartió algunos consejos para su vida espiritual. La Virgen le confió este 18 de julio una misión. «Te costará trabajo, pero lo vencerás pensando que lo haces para la gloria de Dios», le dijo.

Su encargo era tan simple, pero tan complicado a la vez, como compartir todo lo que le sucediese a su director espiritual. «Háblale con confianza y sencillez; ten confianza, no temas. Verás ciertas cosas; díselas. Recibirás inspiraciones en la oración», le dijo María a la joven monja, que entonces contaba apenas 24 años.

Unos meses más tarde, la Virgen se le volvió a aparecer durante unas meditaciones. La vio dentro de un marco ovalado, que se alzaba sobre un globo. Pisaba una serpiente y de sus manos salían rayos de luz, pero algunos no llegaban a la tierra. En el margen del marco, había una inscripción. «Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros que acudimos a ti», leyó la futura santa. Cuando la imagen rotó, Catalina vio un círculo con doce estrellas y la letra eme en su interior, superpuesta con una cruz. Debajo, las siluetas del Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María.

La madre de Dios le pidió que tomara las imágenes que había contemplado y se las llevara a su padre confesor. Sobre los rayos que salían de sus manos, le explicó que eran «la imagen de las gracias de aquellos que se han olvidado de pedírmelas». Deberían ser impresas en plata y oro. «Todos aquellos que porten la medalla recibirán grandes gracias», le aseguró María.

El sacerdote pasó los dos años siguientes observando a Catalina y escuchando sobre sus visiones. Solo una vez estuvo seguro de lo que la muchacha le contaba, fue al arzobispo de París, quien autorizó la fabricación de las medallas sin conocer la identidad de la vidente. Las primeras fueron elaboradas por el orfebre Adrien Vachette.

Durante la epidemia de cólera que asoló París en 1832 con la muerte de 20.000 personas, la medalla milagrosa comenzó a repartirse. Se le comenzaron a atribuir curaciones, que provocaron una oleada de conversiones en la capital francesa. Para la muerte de Catalina Labouré en 1876, ya se habían distribuido más de un millón de milagrosas, a las que se sabe que en los años posteriores le han tenido devoción a santos como el cura de Ars, santa Bernardita Soubirous o Teresa de Lisieux; e incluso san Maximiliano Kolbe, fundador de la milicia de la Inmaculada, llegó a decir que las medallas eran su «munición» cuando las repartía.