Fundado en 1910

La obra 'El milagro de Empel' de Augusto Ferrer-Dalmau

La Inmaculada Concepción: un dogma de fe, el milagro de los Tercios españoles y una tradición de los Papas

Esta solemnidad, celebrada cada 8 de diciembre, exalta la pureza de María preservada del pecado original, y recuerda el poder transformador de su libre «sí» al anuncio del ángel

La Inmaculada Concepción no es una página más en la historia doctrinal de la Iglesia católica; es un dogma de fe que ilumina la fe cristiana. Esta solemnidad recordada cada 8 de diciembre, no solo celebra la pureza singular de María preservada del pecado original desde el primer instante de su existencia, sino que también recuerda el poder transformador de un «sí» entregado con libertad y amor.

En María, muchos fieles encuentran un modelo de respuesta plena a Dios, una joven de Nazaret que, al acoger el mensaje del ángel, abrazó su vocación de ser madre del Salvador. En 2004, con motivo del 150 aniversario de la proclamación del dogma, san Juan Pablo II reflexionó sobre la grandeza del «sí» de María, un acto de libertad que cambió para siempre la historia de la humanidad.

'La Inmaculada Concepción', de Zurbarán, en el Museo del Prado

A lo largo de la historia, la devoción a la Inmaculada ha inspirado gestas extraordinarias, como el milagro atribuido a los Tercios españoles en Empel en 1585, consolidando su figura como patrona de España. También ha forjado tradiciones profundamente arraigadas en el corazón de la Iglesia y en la vida cotidiana de los fieles.

La Inmaculada Concepción revela la grandeza de un corazón humano plenamente en sintonía con el plan divino. Las palabras del Papa Francisco invitan a redescubrir en la Virgen el destino que nos une: «ser transformados por la belleza de Dios».

Un dogma de fe que marcó un antes y un después

El 8 de diciembre de 1854 marcó un hito en la historia de la Iglesia católica: el Papa Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción de María mediante la bula Ineffabilis Deus. Este dogma, que afirma que la Madre de Jesús fue preservada del pecado original desde el primer instante de su existencia, toca una de las raíces más profundas de la fe cristiana: la restauración del plan divino tras la Caída de Adán y Eva.

En María, quien, en palabras de Pío IX, «nunca estuvo en las tinieblas, sino en la luz», y en Jesús, el «nuevo Adán», la humanidad encuentra la promesa del regreso al estado de gracia del Edén.

Aunque oficializado en el siglo XIX, este dogma cuenta con profundas raíces históricas, especialmente en España, donde la devoción a la Inmaculada fue fervorosamente defendida desde tiempos de la Reconquista. Reyes como Fernando III el Santo y Jaime I el Conquistador la veneraron, mientras que Isabel la Católica apoyó en 1484 la creación de la Orden de la Inmaculada Concepción, fundada por santa Beatriz de Silva. Más tarde, los monarcas del Imperio, como Carlos V y Felipe II, consolidaron su papel como protectores de esta doctrina, que encontró en la orden franciscana a sus grandes divulgadores.

La devoción popular también dejó huella en el arte y la cultura. Ciudades como Sevilla, epicentro económico del Imperio español, juraron en 1615 defender a María «Toda Pura». Este fervor quedó inmortalizado por artistas como Bartolomé Esteban Murillo, quien plasmó en sus obras la imagen luminosa de la Inmaculada.

'Inmaculada Concepción' de Murillo

Cuando Dios fue español

En diciembre de 1585, los Tercios españoles, dirigidos por Francisco Arias de Bobadilla, quedaron atrapados en la isla de Bommel, cerca de Róterdam, rodeados por los ríos Mosa y Waal. Sin provisiones y acosados por la artillería de los rebeldes holandeses al mando del conde de Holac, la rendición parecía inevitable.

Sin embargo, cuando este ofreció una capitulación honrosa, Bobadilla respondió con la célebre frase: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». Holac, decidido a acabar con ellos, rompió los diques, anegando la isla y forzando a los soldados a refugiarse en el monte de Empel, el único punto aún seco.

Fue entonces cuando ocurrió el milagro. Un soldado, cavando un hoyo para protegerse, desenterró una tabla con la imagen de la Inmaculada Concepción. Como relató el capitán Alonso Vázquez en su obra Los sucesos de Flandes y Francia: «Saltó una imagen de la limpísima y pura Concepción de Nuestra Señora, tan vivos y limpios los colores y matices como si se hubiera acabado de hacer».

Arrodillados y esperanzados por la aparición, los Tercios oraron durante la noche, preparados para dar batalla con lo poco que les quedaba. Pero no fue necesario: un viento gélido congeló los ríos, dejando las naves enemigas inutilizadas y obligando a los holandeses a retirarse. Según Vázquez, estos admitieron el milagro al decir a los soldados castellanos: «No era posible sino que Dios fuera español».

71 años de tradición romana

Cada 8 de diciembre, Roma vive una de sus tradiciones más emblemáticas: el homenaje del Papa a la estatua de la Inmaculada Concepción que preside la Plaza de España. Este gesto, que inició Pío XII en 1953 para inaugurar el Año Mariano, se ha convertido en una cita fija del calendario papal.

A primera hora, aunque este domingo la ceremonia se realizará a las 16:30, los bomberos ascienden a la columna de mármol corintio de 12 metros para retirar la guirnalda de flores depositada el año anterior y colocar una nueva en los brazos de la Virgen, en recuerdo de los 220 bomberos que inauguraron el monumento en 1857.

Columna de la Inmaculada Concepción, en Roma, donde los bomberos colocan la guirnalda de flores

A lo largo del día, la plaza se llena de vida. Gendarmes del Vaticano, trabajadores de las principales empresas de la ciudad y ciudadanos de toda Roma realizan sus ofrendas florales a los pies de la estatua, coordinados por los franciscanos de la basílica de los XII Apóstoles. La estatua, obra del escultor Giuseppe Obici, se erige desde 1857 como un símbolo de la devoción mariana de los romanos y de la estrecha relación de España con este rincón de la Ciudad Eterna.

No en vano, la Plaza de España recibe su nombre del edificio que alberga la Embajada de España ante la Santa Sede, la más antigua del mundo en ejercicio, activa desde 1647. El momento culminante llega con la llegada del Papa, quien deposita una cesta de rosas blancas a los pies de la Virgen y dirige una oración y una breve homilía, rodeado de fieles y turistas que abarrotan la plaza.