Educación infantil: estatalismo contra libertad
No es aceptable que el Estado extienda sus tentáculos, de manera exhaustiva, en la educación de la primera infancia. No es aceptable que el Estado pretenda dictar a sus educadores lo que es propio de su tarea profesional. No es aceptable que los centros, mermada su legítima autonomía, se conviertan en terminales de un plan diseñado por el poder. No es aceptable que las familias se sometan, al llevar a sus hijos a los centros, a la voluntad prepotente del Estado.
Todo es desmesurado en el Real Decreto de 1 de febrero (nada menos que treinta y cuatro páginas del BOE), en el que se fijan las «enseñanzas mínimas» en esta etapa educativa de 0 a 6 años. En su Preámbulo el Gobierno se ufana de que por primera vez en nuestra historia educativa asume la «definición de los contenidos del currículo del primer ciclo de la educación infantil». ¡Como si se tratara de una carencia que hubiera que reparar! En la mayoría de los países democráticos de Europa incluso ni tiene la consideración de «etapa escolar». Hay que tener en cuenta que hasta la educación primaria la escolarización no es obligatoria. Depende de la voluntad de las familias y es un ámbito en el que rige la libertad. Cierto es que a partir de los 2 y 3 años de edad la escolarización se ha generalizado, atendiendo a la creciente demanda de las familias, en la que operan diversos factores de índole social, laboral y educativo. Y este hecho hay que entenderlo como algo bueno y positivo no sólo para las familias sino para el conjunto de la sociedad.
Pero un Estado, que pretenda ser congruente con los principios de la democracia liberal, debe respetar sus límites en los ámbitos en que interviene. La conciencia de los «límites del poder» es la garantía de las libertades y de los derechos de los ciudadanos. Si el Estado los sobrepasa, se desliza hacia un intervencionismo que sofoca las libertades y daña la esencia de su condición de garante de un «orden de libertad». Esto es exactamente lo que sucede con esta nueva regulación de la educación infantil. El Estado debería haberse limitado a fijar las condiciones razonables para que los centros impartan su tarea de cuidado y atención educativa de modo idóneo y para garantizar la profesionalidad de los educadores, así como para facilitar a las familias, incluso mediante la gratuidad, el acceso a esta etapa educativa, removiendo cualesquiera tipo de obstáculos que dificultaran su consecución.
El Real Decreto afirma que se dicta «de acuerdo con el Consejo de Estado». Pero no es verdad. Porque el texto que se remitió al alto órgano consultivo no contenía el importante inciso («mediante una oferta pública suficiente»), que se introdujo posteriormente. Es una pillería más a la que nos tiene acostumbrados el Gobierno, que muestra el poco respeto que profesa a las instituciones del Estado. Es, además, un inciso muy elocuente y nada baladí. Muestra la pretensión de que la educación de la primera infancia se ponga en manos de los centros públicos en detrimento de la libertad de enseñanza.
Esta concepción estatalizadora de la enseñanza viene de lejos. Fue Fichte el creador del concepto del «Estado educador», al que se le asignaba la misión de forjar «el alma alemana». En el Noveno de los Discursos a la nación alemana el filósofo alemán afirma: «Por lo que se refiere a nuestro concepto superior de educación nacional, estamos firmemente convencidos de que ésta…. no puede iniciarse ni completarse en la casa de los padres y, en general, sin que los hijos sean separados de éstos por completo». Los padres, para Fichte, ejercen una función dañina para la «educación nacional» que postula. Y remacha: «Este es uno de los requisitos previos, imprescindible en la ejecución de nuestro plan, y del que en modo alguno se puede prescindir». En su Discurso Undécimo llega a afirmar: «Si el Estado acepta la tarea que se le propone, generalizará esta educación por toda la superficie de su territorio para todos sus ciudadanos futuros sin excepción».
Confiésenlo o no sus autores, la nueva norma lleva el sello de la estirpe que inició Johann Fichte, al servicio, en el caso del fundador, de un nacionalismo totalizante, que tantos estragos causó en la Europa del siglo pasado. No, el Estado no está legitimado para forjar el «alma alemana» ni para «modelar la del ciudadano del siglo XXI». Los contenidos educativos para el desarrollo de la personalidad de los niños deben ser fijados por los propios educadores, en el ejercicio de sus derechos y deberes deontológicos, y en sintonía con las familias. Si están habilitados para ejercer tan noble profesión, la sociedad debe de confiar en ellos, sin que la prepotencia del Estado se interponga en su misión. En una sociedad amante de sus libertades estos dictados del poder deberían considerarse papel mojado.
- Eugenio Nasarre es ex Secretario General de Educación y Formación Profesional