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in memoriamPablo Campos Calvo-Sotelo

Oración por una madre (en memoria de Enriqueta Calvo-Sotelo)

Hija de José Calvo, ministro en la dictadura de Primo de Rivera, y presidenta del consejo de administración de Balneario de Cuntis tras la muerte de su marido en 1995

El pasado 5 de abril nuestra madre subió al cielo… Así de doloroso, así de trascendente. Señor, abrázala allá arriba, y mitiga nuestro desconsuelo. En el pasado, el elogio de su figura quedó frecuentemente adscrito a la de su padre, José Calvo Sotelo. Siendo ello lógico, hoy es tiempo de dedicarle un canto propio, inspirado por el que escribió en 1971, cuando perdió a la suya. Sirvan estas líneas de elegía para evocar la extraordinaria valía de su alma.

Mirada. La mirada de nuestra madre proyectaba una dulzura penetrante, de brillo sutil y alegría cierta. Pese al mucho sufrimiento que vieron, sus ojos siempre estuvieron iluminados por una profunda fe. Mirada sin aristas que irradiaba cariño. Su rostro apacible, paradigma de eudaimonía, nunca miró con rencor. Ni siquiera cuando el odio ciego le arrebató a su padre en 1936. Fue un golpe helado, como diría el poeta… Desde que se perpetró aquel bárbaro crimen, aprendió a no odiar; así lo escuchó de su venerada madre, cuando reunió a los cuatro hermanos (apenas unos niños sobrecogidos de espanto) y con una serenidad cristiana casi imposible, les habló: «Nosotros somos cristianos, y vamos a perdonar, como Cristo perdonó desde la Cruz»… Perdonar incluso a los miserables que les habían despedazado la vida. Quienes hemos amado a nuestra madre asumimos el compromiso de emular esa memoria blanca, limpia de resentimiento; difícil reto, máxime por los agravios que los patéticos escribanos de la falsedad nos arrojan impúdicamente en esta España que llora a sus verdaderos mártires, y se avergüenza de sus rémoras. Cuando te miraba, nuestra madre dialogaba sin hablar. Eran conversaciones de mudo intimismo, emanadas del alma. En los últimos años, aunque ya frágiles, sus ojos continuaron expresando en misterioso silencio una poderosa pulsión de esperanza…, incluso con los párpados cerrados. Ojos desnudos de artificio, de sutil melancolía, pero iluminados por un gozo mágico. Era la mirada de la empatía, capaz de atravesar pétreos paramentos de orgullo y salvar abismos de indiferencia. De algún modo, sus ojos maternales siguen guiándonos. Hace escasos días, con Laura, Iván, Pablo y otros familiares, plantamos en su recuerdo un pequeño arbolito en las montañas de Andorra, que visitó varias veces; casualmente, cerca de un monolito donde está cincelado un pasaje de Jacinto Verdaguer de 1883, que parece redactado para la ocasión: «Aquella estrella me dio la impresión de que era un ojo que me observaba desde allí arriba y me tranquilicé. «Dios sabe que estás aquí», me dije a mí mismo».

Enriqueta Calvo-Sotelo

Manos. Las manos de nuestra madre eran menudas y suaves, pero firmes, transmisoras de una energía que jamás menguó: la del afecto hondo y calmo. Todos cuantos tocaron esas manos se contagiaron de su cálida humanidad. De ellas manaba literatura. Desde niña, escribió con gran destreza, recibiendo incluso premios literarios por tan precoz y longeva vocación. Plasmó en papel infinitos retratos de todo cuanto despertaba su emoción. Solía hacerlo en un rinconcito del salón, a cuyas ventanas se acercaban los pajarillos, desplegando un volar nervioso –pareciera como si portasen palabras en el pico–… Luego, nuestra madre las recogía para darles forma gramatical sobre las blancas cuartillas. Sus manos, de palma mullida y fuertes dedos, se ofrecían en tierna caricia. Cuando partíamos de viaje, en un ritual pausado, dibujaba con el pulgar una cruz en nuestra frente. Cruces para guiarnos con paz hacia cualquier meta… Sus manos ya no están. Nos queda el llanto sin gemido, que es la más intensa manifestación del duelo por no poder sentir su tacto. Pero nos regaló el verlas mil veces rezando, unidas en ángulo hacia el cielo, cual valerosa proa frente a las marejadas del destino.

Corazón. Fue su órgano más poderoso. Puro espíritu. Vencedor de demasiados dramas, sufrió con tanta pena como heroicidad: a los 15 años, se quebró cuando unos pistoleros reventaron su juventud en la noble cabeza de su padre; con 23, perdió un bebé de cuatro meses; a los 50, lloró, y mucho, la ausencia de su adorada madre; con 75, lo atravesó la daga de la agonía y muerte de su marido, su cómplice eterno; y ya con 85, padeció la peor amargura, cuando una maldita enfermedad le robó a su hija en lenta crueldad… Pero el retrato de su corazón sería injusto si no se reconociera la inmensa alegría que nutrió su palpitar durante 101 años. Nuestra madre construyó infinitos momentos preñados de ilusión, tantos como partículas de arena en su querida Areas. Su corazón otorgaba al detalle cariñoso dimensión de monumento. Cuando Dios quiso que su latir se detuviese, se nos desgarró el nuestro, abriéndonos una herida profunda y áspera, de la que no mana sangre. Corazón heroico, vencedor del odio y del miedo, y cátedra de afectos. Nuestra madre invitaba al recogimiento y la paz. Cercano al corazón, su vientre era límpido. Engendró doce hijos, que recibimos su herencia de generosidad, como la de nuestro añorado padre, Marcial, con quien compartió 55 años de amor inquebrantable. Un vientre magnánimo, que se expandía y contraía con rítmica frecuencia bianual, conforme ese amor, Dios y la naturaleza así lo acordaban. Ambos obraron el pequeño gran milagro de crear vida. Refugio del mundo y cofre del germen humano, su vientre acunó nuestras existencias, abrazándolas en entraña y sentimiento, con el corazón como alimento.

Nuestra madre se nos ha ido… Así de doloroso, así de trascendente. Pero fue algo más que nuestra madre. Algo más que hermana, abuela, bisabuela, suegra, tía, prima, sobrina y amiga; algo más que esposa de Marcial, e hija de Enriqueta y José. Fue, esencial y plenamente, ella misma. Y nos dejó su mejor legado: hacer el bien, en el sentido más sensible, inteligente y poliédrico de la expresión. Que sea ella misma quien adorne ese legado, para concluir esta oración. Son unas palabras que dedicó a su madre en 1960: «Nadie es más rico que aquél que tiene a su madre. Porque en ella encontrará toda la perfección de la vida: la belleza pura del amor puro. Y en su dulce y caliente regazo, todas las penas se vuelven chiquitas y lejanas, como estrellas que tiemblan detrás de la niebla».

Hasta mañana mismo, madre… Que Dios nos permita seguir viendo tus ojos, tocar tus manos y sentir la cálida luz de tu corazón.