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El carácter españolAmando de Miguel

El carácter español y el sentido del ridículo

Solo los delincuentes, los artistas y otras minorías pueden saltarse las convenciones, echar las campanas al vuelo o hacer el payaso con impunidad

La etimología latina nos dice que «ridículo» (un diminutivo) se aplica a una situación desairada que puede provocar risa o burla. El sujeto no se percata, siempre, de que «hace» el ridículo, lo que acentúa la incongruencia.

El ridículo se manifiesta cuando uno se sale del espacio social que le corresponde, destacando sin gracia ni oportunidad. Abundan las expresiones sobre el particular: «meter la pata, salirse de madre, dar tres cuartos al pregonero». Normalmente, son juicios que determina un observador de la situación. Algunas veces el sujeto toma conciencia de su ridiculez y la consiguiente vergüenza.

Hace algunos siglos que se esfumó la estructura social española de las tres castas, estudiadas a fondo por Américo Castro: cristianos viejos, moros y judíos, con sus correspondientes conversos y renegados. Empero, una fórmula tan arraigada ha perdurado en el inconsciente colectivo de los españoles hasta la fecha. Esto ha sido, así, porque la casta dominante, convertida en clase propietaria o industrial, trata de defender sus intereses. Además, las clases bajas o populares se fraccionan en múltiples casillas según su estilo de vida, costumbres y sentimientos. El uso social es que cada uno debe estar donde le corresponde. Quien «se sale del tiesto», se expone a hacer el ridículo. Si bien, los distintos ambientes no se distinguen mucho por el lenguaje; como en el Reino Unido. (Recuérdese la película My fair lady). Ahora, también, unifica mucho la indumentaria, al menos, fuera de la ocupación correspondiente. Sin embargo, con sutileza, sigue funcionando el esquema básico: cada uno ocupa su puesto en el orden social. Solo los delincuentes, los artistas y otras minorías pueden saltarse las convenciones, echar las campanas al vuelo o hacer el payaso con impunidad. Los demás tienen que comportarse como mandan los cánones no escritos.

En la actual sociedad española, se ha erosionado un tanto el sentido del ridículo conforme a la vestimenta, la decoración de la casa y otros aspectos de la vida cotidiana. Pero, hay otras situaciones más solemnes, en las que el sujeto más empingorotado pierde los papeles y nadie se lo hace ver. Una ilustración reciente podría ser la del presidente de Gobierno, pontificando: «Yo pasaré a la Historia por haber exhumado al dictador (Franco) y por reivindicar el pasado luminoso del republicanismo». Nadie se atrevió a replicarle que el doctor Sánchez, con esa frase sublime, había hecho el ridículo. Hay que lamentar que ya no exista el puesto de bufón en el palacio del poderoso.

Se podría pensar que las relaciones sociales más espontáneas y naturales son agua pasada. Sin embargo, surgen nuevas incongruencias y, por tanto, otras tantas ocasiones para hacer el ridículo, vamos, como quedó Cagancho en Almagro. Por lo general, son conductas chocantes, risibles, tanto más cuanto la nueva situación aspire a ser formal o aparatosa. El sentido del ridículo se alimenta de un hecho consuetudinario. Muchos actos de los españoles suelen contar con espectadores; por eso se llaman «actuaciones». Es una compañía agradable, pero, que favorece situaciones ridículas. Definitivamente, somos muy sensibles a tal proceder; acaso, una degradación del sentido del honor.