Los sentimientos de los españoles
El rasgo primordial del repertorio anímico de los españoles hodiernos es el anhelo de ganar más dinero
Superemos el truismo al imaginar que los sentimientos de los españoles actuales son como los de todos los demás pueblos, pues la humanidad es una. Incluso, vienen a reproducir las características de nuestra nación en «cualquiera tiempo pasado». Nada de eso. Hay rasgos diferenciales en la psicología colectiva de las culturas nacionales; aunque, pueden variar de unas épocas a otras. Sobre todo, me interesa destacar que los sentimientos o valores de los españoles actuales distan un trecho de la caracterización ideal o literaria, vamos, del tópico. No es cierto que, por mucho que hablemos de la humanidad, todos los pueblos o las unidades culturales coincidan en las mismas apetencias básicas. Por eso prefiero hablar de «sentimientos», que son menos de la voluntad y más de la inteligencia adaptativa.
El rasgo primordial del repertorio anímico de los españoles hodiernos es el anhelo de ganar más dinero. No se trata de que sean materialistas o avaros, porque el deseo de poseer más es, fundamentalmente, para dar envidia al prójimo, las personas cercanas. Por tanto, nada del idealismo, tan literario.
Si la tendencia a dar envidia pudiera parecer una forma de ensimismamiento, su opuesto es la alteración, por utilizar la celebrada dicotomía de José Ortega y Gasset. Este rasgo coincide más con el estereotipo, pues los españoles actuales se disponen a disfrutar de la vida todo lo que pueden y más. Lo hacen viajando, comiendo y bebiendo, aunque, otra vez haya que advertir que tales extroversiones se dirigen a que otros las vean. Es decir, el disfrute de la vida debe notarse. Por eso se requiere que sea compartido con otras personas, al menos, como testigos.
Como consecuencia de los anteriores rasgos, está la tendencia a trabajar o esforzarse lo menos posible. De, ahí, se desprende la preferencia por un empleo en el sector público y la creencia en todo tipo de loterías.
En lo anterior no se vea, tampoco, una especie de individualismo o, mejor, de solipsismo. La prueba es la centralidad que tiene, en la vida de los españoles, la presencia de los amigos, normalmente, del mismo sexo y de parecida cohorte etanea. Lo malo del amiguismo es que alerta a los enemigos. Por suerte, no suelen ser relaciones que duren toda la vida; otra vez, en contra del tópico.
La combinación de los elementos anteriores obliga a que las interacciones sociales de los españoles adquieran un tono de representación teatral, de espectáculo. Una y otra vez, surge la idea de no estar solos. Se actúa (y se sobreactúa) para los hipotéticos espectadores.
Parece contradictorio con todo lo dicho; pero, esos mismos españoles, dispuestos a comerse el mundo, derrochan sumisión ante cualquier forma de poder, de ascendencia. Aquí, sí que nos enfrentamos ante el estereotipo literario de un pueblo rebelde o levantisco. Tal cualidad habrá sido en el pasado.
Más sutil es otra constante: la resistencia a mostrar admiración por nadie, aunque pueda ser, objetivamente, un modelo de conducta. Se sustituye por la adoración que suscitan las «estrellas» del espectáculo o del deporte.
Tampoco, vamos a diferenciarnos tanto del resto del mundo. Común a tantos pueblos es la incesante búsqueda de la felicidad momentánea, que provoca el alcohol y las drogas (legales o ilegales). Alguien podría calificar tales estímulos de sucedáneos de la felicidad. No obstante, a nadie amarga la sustitución.
Otro fenómeno paródico de lo que se estila por el mundo es el reconocimiento de las obsesiones sexuales. Se visten con el manto del feminismo.
A pesar del uso premeditado de un lenguaje contundente, taxativo, los españoles del común no suelen estar muy seguros de sus convicciones, aunque, sea en la categoría de los sentimientos.