Día Mundial Sin Tabaco: Quién consume a quién
El tabaco te saluda por las mañanas con esa tos que te entra al levantarte, más cotidiana que el despertador, una vieja conocida que hace que te plantees de forma poco seria dejar de fumar. Al fin y al cabo sólo te juegas la vida, minucias
Mis días comenzaban tras una marcha por la ciudad recorriendo kilómetros de mi casa hacia el trabajo, un trabajo y un empleo cuyos emolumentos sirven para poder pagar en el estanco la muerte empapelada de blanco. Cuando llegas por fin al tajo no hay nada mejor, placer de dioses egoístas y suicidas, que sacar a los compañeros de trabajo de sus cubículos a la fría rue a que te acompañen y que te den charla, que los fumadores somos muy nuestros, mientras llenas tus pulmones con la cálida nicotina envenenándote a conciencia, henchido de gozo y de estulticia porque ignoras, bellotero, que la factura del tabaco no es la que pagaste en el estanco.
Siempre digo, y no es broma, que voy a demandar al Ministerio de Defensa porque fue haciendo el servicio militar, ese que quitó José María Aznar, donde comencé a fumar, en una bandera legionaria, tabaco sin filtro, que los filtros son para cobardes o gente sin prisas. De hecho, regresé a la vida civil, si es que lo he hecho alguna vez, y aquí seguí fumando Camel corto sin filtro, que huele mejor que sabe, Bisonte sin filtro, toda una experiencia sin haber desayunado, 3 Carabelas, los baratísimos Celtas cortos ya míticos.
Ya en los últimos tiempos, les quitaba el filtro a los cigarrillos Fortuna sin dudarlo. También he fumado en pipa, lo tuve que dejar porque me hacía daño al estómago, como me dijo una médico Holmes que averiguó qué cachimba usaba por el desgaste de mis colmillos. Tengo una buena colección de ellas. De pipas, no de médicas. También he fumado puros Cohíbas casi eternos que me regalaba un embajador persa que no fumaba, cuando volvía de ver a su generoso homólogo cubano, y puros Partagás que compraba en un estanco cercano a la glorieta de Quevedo para la comunión de mi descendiente, y esos puros retorcidos que venden en Canarias.
En las conversaciones de fumadores oiréis a muchos que halagan el cigarrillo de después de comer o de tomar café o de folgar con una hembra placentera. A mí el que más me gusta es el de después de salir de la piscina, algo tiene que tener en la boca esa mezcla de cloro, un veneno, con la nicotina, otro veneno que produce esa satisfacción mientras el humo se desdibuja en el aire y te seduce cada vez más ignorando que te espera el mismo negro futuro que a Sinuhé el egipcio. He tenido muchos años, tenía y creo que tengo un amigo, Camilo, que regentaba una imprenta al lado de mi casa y le daba pegatinas antitabaco a mi hija, que las iba poniendo por toda la casa con el fervor de un militante de un partido extraparlamentario con textos dramáticos como «no hagas humo mi salud», «el tabaco es la droga que más ata y más mata», y otros por el estilo.
El tabaco nos ha servido para muchas cosas, desde romper el hielo a empezar una amistad, o hacer un descanso en una reunión para reunirte fumando en la puerta sin que los demás sospechen que estás conspirando. El tabaco llena instantes de soledad, celebra alegrías, disipa tristezas, acerca a personas y no te abandona, siempre permanente en el bolsillo con un mechero de gas si eres práctico, con un Zippo si eres peculiar. Hasta que un día caes fulminado porque el tabaco te pasa la factura más cara posible por esos días que te ha dado de vino y rosas y sé de qué hablo, tengo una hermosa cicatriz del cuello al ombligo; otros no tienen lengua o hablan tapando un agujero en la faringe. Es cierto que hay gente con cáncer de pulmón que nunca fumó, pero los que sí seguimos con el vicio tenemos muchas más papeletas en ese sorteo.