El aborto en perspectiva histórica
No es razonable celebrar como un hito histórico una regulación del aborto que, en el fondo, ensalza y promueve la misma actitud irresponsable e irrespetuosa que ha llevado a un ejercicio egoísta y violento de la sexualidad
El aborto es una realidad relativamente aceptada en la cultura y mentalidad occidentales, pese a que sigue suscitando posiciones encontradas en la mayoría de los países. Quizá EE.UU. sea el que mejor refleje el enconado desencuentro entre las dos visiones (Pro-life vs Pro-choice). Nunca he terminado de entender por qué una parte de la población norteamericana contraria al aborto se muestra luego partidaria de la pena de muerte. Así se lo manifesté a Antonin Scalia, el conocido magistrado conservador del Tribunal Supremo norteamericano, en un amigable almuerzo en su despacho dos años antes de su repentino e inesperado fallecimiento. Me dijo que el aborto y la pena de muerte no son lo mismo. Yo le repuse que ser contrario a lo primero y partidario de lo segundo entrañaba un peculiar modo de defender la vida, cuya dignidad es inherente o intrínseca a todo ser humano, con independencia, tanto de su autonomía como de su grandeza o bajeza moral. Y añadí que, si toda vida humana merece ser protegida, no entendía por qué no la de un delincuente, máxime cuando el Estado disponía de un sistema penitenciario que permitiera dejarle vivir sin poner en riesgo a sus conciudadanos. He de reconocer, a juzgar por su reacción, que ahí la conversación devino algo menos amigable –aunque acabó bien–, pero sus argumentos me parecieron poco persuasivos.
Creo que entiendo bastante bien la cultura actual sobre el aborto, quizá incluso mejor que la mayoría de sus partidarios. Tanto es así, que puedo afirmar que las leyes despenalizadoras del aborto son la lógica consecuencia de la cultura occidental. En Roma ya existía el aborto, lo cual no es de extrañar en una sociedad cuyo Derecho concedía al paterfamilias algunas facultades que, a día de hoy, resultarían inconcebibles: el ius vitae necisque, es decir, el derecho de vida y muerte sobre los hijos, concediéndose al padre la facultad de matar al hijo que hubiera cometido delitos graves; el ius vendendi, que permitía al padre vender a su hijo; y la noxae deditio, que autorizaba al padre a entregar al hijo que hubiera cometido un delito a la víctima, para así liberarse de la responsabilidad. El Derecho romano evolucionó con el tiempo, tendiendo hacia su humanización, en parte por el influjo del cristianismo, que devino religión oficial del Imperio a partir del año 380.
Desde el siglo IV, en Occidente el aborto fue castigado penalmente hasta el siglo pasado. Y se castigó, a mi modo de ver, de un modo bastante errático. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que, a no ser que se descubriera in fraganti al varón o marido auxiliando o facilitando la comisión del aborto –supuesto raro e infrecuente–, las leyes castigaban tan sólo a la mujer, a quien la sociedad (patriarcal) y su Derecho exigían una integridad y un decoro mucho mayores que al hombre. Con el paso del tiempo, este trato desigual entre la mujer y el varón en el castigo del aborto se hizo más insostenible, sobre todo a partir del siglo XIX, y en particular del XX, cuando tuvo lugar la revolución sexual de Mayo del 68. La nueva noción de libertad sexual, entendida como derecho a satisfacer las propias pulsiones sexuales al margen de normas morales restrictivas –o represivas, según la terminología freudiana– de ese disfrute, junto a la difusión de los contraceptivos, contribuyeron al cambio de paradigma moral sexual. Además, la contracepción también fue justificada y difundida con el fin de evitar o disminuir el número de abortos, lo cual hizo que el aborto se siguiera castigando, si bien empezó a despenalizarse en algunos supuestos (peligro para la madre, violación, etc.).
En las últimas décadas, en las que el nuevo paradigma de libertad sexual fue generalizándose en la sociedad, la desigualdad de trato entre la mujer y el hombre fue todavía más insostenible, hasta el punto de que la mayoría de los países han venido reformando sus leyes penales contra el aborto, pasando del régimen de indicaciones (o de supuestos más o menos excepcionales) al de plazos –en España, catorce semanas–, en el cual la mujer tiene plena libertad para abortar o no. De este modo, se logra que la mujer tenga la posibilidad de ejercer su libertad sexual como la habían venido ejerciendo muchos hombres a lo largo de varios siglos (y creo no exagerar). Por tanto, desde la perspectiva de un sector del feminismo (como ya denunciara Simone de Beauvoir a mediados del siglo pasado), sólo un régimen de plazos como el vigente actualmente en muchos países permite a la mujer conducirse con la misma libertad (entendida como «libre de consecuencias para su vida futura») que un hombre.
Cabe resumir ese recorrido histórico, afirmando que desde el siglo IV hasta los años sesenta o setenta del siglo pasado, la protección del nasciturus corrió a cargo de la mujer, a quien se castigaba si abortaba, dejando impune al hombre. Desde los años setenta hasta la actualidad, se han reformado las leyes penales para conceder a la mujer un periodo en el que pueda abortar con la misma impunidad de que gozaba el hombre que se desentendía del embarazo que había provocado con su conducta sexual. En este sentido, desde una perspectiva estrictamente igualitaria –entre el hombre y la mujer–, la vigente regulación penal del aborto es perfectamente lógica y coherente.
Entender el sentido y el porqué de la vigente regulación es clave para analizar la cuestión del aborto con una perspectiva que vaya más allá de eslóganes o manidos argumentos como el de «no querer que ninguna mujer vaya a la cárcel» (como afirmara José Luis Rodríguez Zapatero, en una entrevista televisiva con motivo de la reforma de 2010), «nosotras parimos, nosotras decidimos», «el feto es parte del cuerpo de la mujer, con lo que sólo ella puede decidir», «como no es posible saber cuándo empieza la vida humana, cabe interrumpir el embarazo», etc. La perspectiva histórica muestra que se ha pasado de exigir a la mujer la salvaguarda del nasciturus, dejando impune al hombre (lo cual ha sido –a mi modo de ver– un enfoque erróneo vigente desde hace quince siglos), a conceder a la mujer la misma impunidad de que ha gozado el hombre durante siglos, haciendo depender ahora cualquier vida humana en gestación de la libérrima voluntad de la mujer.
¿Es esa una regulación adecuada? Quizá lo sea desde una perspectiva feminista que, paradójicamente, busca emular lo peor de la cultura machista que critica, porque, en el fondo, persigue un disfrute irresponsable e irrespetuoso de la sexualidad, similar al ejercido a lo largo del tiempo –también actualmente– por muchos hombres, quienes se han desentendido del embarazo, dejando sola a la mujer (falta de responsabilidad y de solidaridad), y, en no pocas ocasiones, la han maltratado, incluso con violencia (falta de respecto). No es razonable celebrar como un hito histórico (en favor de la igualdad de la mujer) una regulación del aborto que, en el fondo, ensalza y promueve la misma actitud irresponsable e irrespetuosa que ha llevado a un ejercicio egoísta y violento de la sexualidad. Por ello, entiendo que la regulación actual del aborto no es la más auténticamente humana. Espero que no tengamos que pasar otros quince siglos con ese nuevo enfoque construido sobre los errores del anterior.
- Aniceto Masferrer es catedrático de Historia del Derecho en la Universidad de Valencia