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La vuelta al mundo en 80 días, el (pen)último ejemplo de cambio de sexo y raza en la ficción para fomentar la diversidadMovistar+

La batalla sobre la representación en el cine y las series

Reflejar la diversidad en la ficción se ha convertido en una obsesión ideológica

Vivimos tiempos atosigados, donde hasta el producto más inocente y palomitero puede convertirse en un cuadrilátero donde darse de bofetadas por alguna escaramuza de la denominada guerra cultural. Ya no son solo las películas y series conscientemente políticas (un Costa-Gavras, un The Wire) las que pueden verse envueltas en el huracán ideológico. No. Ahora mismo hasta una exitosa comedia juvenil que marcó a toda una generación puede ser acusada de racista (Friends) o películas emblemáticas se relanzan con perspectiva de género (Cazafantasmas, Oceans' 8).

Los cambios en las características físicas de los personajes han existido desde siempre. Evidenciémoslo con obras que adoro. Para Primera plana, el gran Billy Wilder se atrevió a convertir en hombre (Jack Lemmon) a la tempestuosa Hildy Johnson (Rosalind Rusell) de Luna nueva, el descacharrante original del maestro Howard Hawks. En el mundo de la pequeña pantalla, todo seriéfilo recuerda a Starbuck (una impresionante Katee Sackhoff) como lo mejorcito de la imprescindible Battlestar Galactica; en la serie original el personaje lo interpretaba Dirk Benedict. Es decir, si miramos aquí o allá encontramos siempre adaptaciones que se actualizan al ritmo de los tiempos. Y, si había un trabajo dramático sólido, los cambios de raza o sexo de los personajes con respecto a sus originales nunca suponían problema.

La diferencia es que lo que antaño se percibía como una decisión creativa espoleada por ambiciones de rentabilidad, hoy parece una obligación ideológica: reflejar diversidad. No, por supuesto, la diversidad en sí misma no es ni mala ni buena. Es un concepto tan amplio que para valorarlo depende de dónde, cómo y para qué se aplique. Por ejemplo, en principio parece muy sano que el tejido asociativo de una comunidad sea diverso. Sin embargo, si bajamos a lo específico de una asociación de la Tercera Edad, por ejemplo, es imprescindible que la diversidad esté restringida únicamente a mayores de 65 años. La pluralidad de ideas en los parlamentos resulta esencial para una democracia robusta. No obstante, dentro de un partido político de corte comunista es lógico que animen a marcharse a la bancada de enfrente a quien proponga que las relaciones económicas sigan las directrices del libre mercado. El contexto importa, pues, cuando se habla de diversidad.

Vale, aceptemos el paralelismo. Pero, entonces, ¿qué hacemos con la ficción? En el ámbito del entretenimiento, quien reclama diversidad se refiere siempre a cuestiones de sexo, de orientación sexual, de raza o, incluso, de discapacidad. Nunca a la diversidad ideológica o de clase social, por ejemplo. Es, por tanto, pura guerra cultural. El momento identitario en el que estamos inmersos aspira a que toda representación sea un acto político, una escaramuza más en la batalla. En consecuencia, siguiendo este planteamiento, la mera elección de tal o cual actor ya implica un movimiento de tropas. Las críticas de los identitaristas ante un elenco demasiado masculino o demasiado blanco foguean cuentas millonarias en Twitter, revistas especializadas y, por supuesto, la academia con sus cultural studies.

Es entendible que, para quien observe el mundo con unos anteojos donde las relaciones de poder se establecen siempre entre colectivos en un juego de suma cero, la visibilidad resulte esencial y quiera dar el nihil obstat hasta a cualquier anuncio furtivo de madrugada. La indignación, además, mola. Sin embargo, el arte es bastante terco. No todo resulta intercambiable. Un personaje bien dibujado reclama matices, aristas, contradicciones y particularidades que han de ir anudadas a sus características externas. Por volver a la mítica Starbuck de Battlestar Galactica: la Katee Sackhoff del remake mantiene la chulería, la letalidad y el gusto por los habanos, sí, pero su personaje es grandioso por una complejidad que implica tendencias autodestructivas, un heroísmo cínico tras tanta batalla y una emocionalidad emboscada que emerge con fuerza en su montaña rusa amorosa con Apollo. Es decir, el cambio de sexo del personaje –siempre en un mundo al borde del colapso– no solo permitía un rol con muchísimo más recorrido psicológico, sino que multiplicaba los conflictos dramáticos con el resto de la nave.

Si Battlestar Galactica es la clásica cara, la nueva adaptación de La vuelta al mundo en 80 días sería un ejemplo reciente de cruz. Passepartout es negro y Fix se ha reconvertido en mujer. Para dotar de background al primero se inventan una rocambolesca trama ambientada en La Comuna parisina que suena a pegote y lo emplean para aleccionar al espectador sobre el racismo pasado de los Estados Unidos. Fix, por su parte, propone una lectura feminista que, de rebote, se carga uno de los obstáculos permanentes que añadían incertidumbre al viaje de Phogg. El resultado es que haber diversificado la historia ha restado obstáculos a la peripecia y ha deslizado un tono melodramático, en un ajuste de cuentas con la historia, que no cuaja con la épica aventurera de Verne.

La batalla sobre la representación no va a cesar a medio plazo. Al contrario. Un día son las críticas a Disney por no promover más personajes LGBTI en sus animaciones, otro las acusaciones a Gal Gadot por blanquear a Cleopatra y «apropiarse culturalmente» de lo árabe, los miércoles son el simplista test de Bechdel, mientras que los viernes toca que los fans de Tolkien pongan el grito en el cielo al temer, tras el tráiler, que la corrección política se cargue un universo familiar que tanto adoran.

Tanto énfasis en lo identitario conlleva un riesgo enorme para la ficción y la creatividad: no solo secará narraciones y productos artísticos al hacerlos comparecer en la batalla, sino que quitará el foco de lo universal, de esa grandeza que, desde Homero, nos ha ayudado a entendernos, a ponerle nombre a nuestros temores, deseos y conflictos. Porque, al final, bajo la hojarasca de las apariencias, una buena historia es una ventana que alumbra nuestra humanidad compartida. Hasta Shakespeare lo advirtió: «¿No se alimenta con la misma comida, no es herido por las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades, no se cura por los mismos medios, no se enfría y se calienta con el mismo invierno y el mismo verano que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Y si nos ofendéis, ¿no nos vamos a vengar?».

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