Cine
Descubriendo a Carlos Saura, Goya de Honor 2023
El cineasta aragonés fue una de las figuras más representativas del cine español
El Goya de Honor es el galardón con el que la Academia de Cine ha querido reconocer la larga y fecunda trayectoria de sus receptores. La pasada edición fue concedido al actor José Sacristán y, según se dio a conocer a principios de octubre, este próximo año recaerá en el cineasta español Carlos Saura. Precisamente, un día antes de la entrega de los premios, el cineasta ha muerto por una insuficiencia respiratoria.
Con más de cuarenta películas e innumerables distinciones a sus espaldas, Saura fue todo un referente del cine español. Atrapado de pequeño por la fotografía, terminó, gracias a la insistencia de su hermano, el pintor Antonio Saura, encaminando sus pasos hacia el ámbito cinematográfico.
Ya desde sus inicios se atisba una fuerte influencia de la fotografía y su dimensión documental, tal como observamos en su primer largometraje, Los golfos (1960). En él, a caballo entre el Neorrealismo y la Nouvelle Vague, afronta, desde una perspectiva voluntariamente distante, la problemática juvenil en ambientes marginales, tema que abordará de nuevo dos décadas después en la cinta quinqui Deprisa, deprisa (1981).
No obstante, aún tardaría cinco años en estrenar su primera gran obra, La caza (1965), un wéstern catártico con el que recibió el Oso de Plata en la Berlinale, así como la alabanza de Pier Paolo Pasolini, dando el salto al panorama internacional. Con fotografía de Luis Cuadrado y montaje de Pedro G. del Amo, habituales en la obra del director, La caza es una absoluta lección de lenguaje cinematográfico. En ella, se aleja de la senda del realismo documental y, sin prescindir del lenguaje realista, permite una evidente lectura metafórica. Probablemente sea esta, junto con Cría cuervos (1975), la película que mejor respalde los elogios de Berlanga acerca de la facilidad del director para crear atmósferas inquietantes.
Contribuye a generar esta sensación su deseo de mostrar «lo insólito cotidiano», aquello que se ve frecuentemente y de lo que puede extraerse una significación fantástica. Sería este uno de los principales puntos de unión entre su obra y la de su amigo y paisano Luis Buñuel, a quien dedicaría su próxima película, Peppermint Frappé (1967).
Partiendo de una adaptación libre de la novela Abel Sánchez de Unamuno, Saura deja claros su interés por la mente y la conducta humanas y su fascinación por los objetos, cada vez más valorados en una España en desarrollo. Se trata, pues, de una compleja revisión del mito de Caín desde la perspectiva de un protagonista, paradigma del carácter tradicional español, que se siente atraído por la naciente revolución sexual de los setenta. Esta película supone el comienzo de los juegos de espejos, psicológicos y temporales que caracterizan gran parte de la carrera de Saura.
Con la recurrente aportación económica de Elías Querejeta, nacerán nuevos proyectos como El jardín de las delicias (1970), en la que se retoma la cuestión del subconsciente; la intimista Elisa, vida mía (1977); o Ana y los lobos (1972) y su continuación satírica Mamá cumple cien años (1979).
En su filmografía es clave también el uso de una suerte de «fantasía terrenal», el relato de acontecimientos un tanto extraordinarios pero factibles, que podrían haber sucedido realmente. En ello es determinante la combinación de personajes realistas situados en un momento determinado de la Historia de España –recordemos ¡Ay, Carmela! (1990) o La prima Angélica (1973)– y una historia salpicada de escenas inusuales, como sucede en Cría cuervos. Esta última merece también un apunte al conseguir al fin con ella una difusión internacional de importancia, sobre todo en Estados Unidos, donde no le faltaron las ofertas para hacer cine. Explorando las posibilidades de la temporalidad y bajo la hipnótica mirada de Ana Torrent, que interpreta a la protagonista, una niña huérfana de ideas perversas, Saura nos muestra la angustia de tres generaciones femeninas al tiempo que desmitifica el falso paraíso de la infancia.
Él mismo resumía su cine en tres etapas: una realista, una creativa y una musical. Y es que en 1981, con Bodas de sangre, Saura cambia radicalmente de registro y, abandonando el tono intelectual y reflexivo de sus filmes anteriores, se adentra, en compañía del bailarín Antonio Gades, en el género musical. Era su deseo el ser precursor de un cine musical español y de esta aspiración surgirán películas tan reconocidas como Carmen (1983), Tango (1998) o Flamenco (1995).
En definitiva, Carlos Saura no es un simple cineasta sino un artista polifacético que supera las fronteras de la dirección cinematográfica abordando otras disciplinas como la fotografía, el dibujo, el teatro, la escritura e, incluso, la dirección de escena para ópera.