Crítica de cine
'Wicked': todo lo que un musical debería ser
Los fans de El mago de Oz pueden respirar tranquilos porque adapta con soltura la obra de Broadway
En El mago de Oz no cabe duda que, de las dos brujas que aparecen en la película, la malvada es la que tiene un ejército de monos voladores y se derrite al primer contacto con el agua. Sin embargo, en Wicked, la hechicera verde resulta ser –a priori– mucho más simpática que Glinda –o Galinda, en su defecto–, su rival aparentemente buena y ataviada siempre del dulce color rosa.
Adaptada de forma libre a partir de la novela homónima de Gregory Maguire y del magnífico musical que le dio fama, la historia que ocupa las dos horas y cuarenta y minutos de metraje demuestra que, antes de los zapatos rojos de Dorothy, el camino de baldosas amarillas y el maravilloso Mago de Oz, la verdadera protagonista de Ciudad Esmeralda fue Elphaba.
Cynthia Erivo, una desconocida para la grandes masas, pero muy aplaudida en el teatro musical con un Tony y un Emmy a sus espaldas, asume con soltura el riesgo de dar vida a esta joven brillante con poderes sobrenaturales deslumbrantes, cuyo principal inconveniente es que tiene la piel verde. Los poderes telequinésicos que se apropian de ella cuando se enfada tampoco ayudan y la convierten en el blanco de las burlas de la universidad de Shiz donde estudia, en general, y de la Abeja Reina que gobierna en ella, en particular.
Con un ejército de zánganos aspirantes a brujos, su largo cabello rubio y sus finos rasgos de porcelana, Glinda representa de una forma despiadadamente adorable y autoparódica a la típica joven que ondea su cabello y sus pestañas para llamar la atención y se empapa de los elogios ajenos a costa de agraviar a sus semejantes. Nadie mejor que Ariana Grande para interpretar a esta delicadeza vaporosa y, a la vez, nadie peor para convertirse en un cruce de casualidades no dejadas al azar en la compañera de habitación de Elphaba.
Wicked nos lleva a los gérmenes de esta extraña e improbable amistad entre la popular y la paria social del mundo mágico y se basa en la idea de que Elphaba no nació mala. La malvada Bruja del Oeste es consecuencia de una serie de decisiones que la llevaron por un camino diferente al de Glinda, la futura Bruja buena de Oz... y su némesis convertida en amiga. ¿O era al revés?
El subtexto de la historia en general es que todos estamos moldeados por nuestras elecciones y que estas están determinadas a su vez, en mayor o menor medida, por nuestra respuesta a cómo somos tratados. Los elementos de fantasía adquieren una gravedad inconfundible al ser extrapolados al clima político actual por demonizar al diferente mientras el mensaje principal de la película –nadie es completamente bueno o malo– parpadea como una señal de alarma constante.
En realidad, pocos de los que acudan a ver Wicked lo harán por sus alegóricas lecciones de vida –que también–, sino por sus aplaudidas canciones, sus lujosos decorados, su llamativo vestuario y la oportunidad de ver a dos formidables intérpretes demostrando a golpe de vibrato que están a la altura del musical más exitoso de Broadway –con permiso de Los miserables–. Y es que, a pesar de ser mucho más larga, la película es despiadadamente fiel a la obra original. Es un espectáculo masivo que adapta su primer acto de manera contundente y como un reflejo escena por escena de lo que más de 60 millones de espectadores han visto tras el telón durante los últimos veinte años.
La segunda parte, que veremos en cines justo dentro de un año, será como es lógico ese esperado segundo acto que actúa de desenlace y corre el riesgo de no estar a la altura. Y no solo porque es bastante más corto y no tiene tantas canciones míticas –lo que requerirá nuevos números e hilos argumentales para igualar el peso de la primera–, sino porque Wicked, en esencia, es enorme en todos los sentidos posibles.
La episodificación del cine sigue siendo una frustración, al igual que el aumento de la duración de las películas, pero Wicked se beneficia de ambas estrategias para tener espacio de desarrollar una historia mucho más profunda que la de antaño. Los fans pueden respirar tranquilos porque es todo lo que un amante del género espera encontrarse cuando acude a las salas. Su director, John M. Chu, tiene credenciales probadas con In the heights y Step up y, aunque a la historia le faltan algunos detalles clave –como la explicación de la piel verde de Elphaba y por qué el agua es su debilidad–, logra mantenerse por sí sola gracias a la grandiosidad teatral de sus espectáculos musicales. Sin olvidar a Jonathan Bailey como acertado parteneire masculino.
Todo en ella parece tener el coraje, corazón y cerebro que tanto anhelaban el león, el hombre de hojalata y el espantapájaros de El Mago de Oz. Su humor es contundente, su puesta en escena, vistosa cuanto menos, y qué decir de las operísticas melodías –más bien, himnos– de Stephen Schwartz. Resulta imposible no querer unirse a coro a cada uno de los personajes mientras entonan estrofas de The Wizard and I, Popular o I'm not that Girl. Erivo y Grande son grandes cantantes y dan lo mejor de sí mismas como demuestra el hecho de que acordasen grabar sus voces en vivo en el set de rodaje. No pueden permitirse el lujo de no hacerlo teniendo a dos grandes como Idina Menzel y Kristin Chenoweth como predecesoras.
Glinda y Elphaba, o Grande y Erivo, lo mismo da, canalizan su dolor real lejos de la autocompasión y el melodrama en unos 160 minutos que solo se hacen largos hacia la última parte de película. Quizás porque una servidora –que pudo ver el musical en el West End londinense– sabe que lo que le espera al final es el número más apoteósico y emblemático posible. Para aquellos que se lo pregunten, sí, está a la altura de su versión teatral y funciona como un despegue conmovedor de lo que veremos en la segunda entrega. Un auténtico desenlace –o, preludio, según se vea– con Defying gravity como banda sonora que anticipa esa metamorfosis a la que Elphaba estuvo destinada desde el principio: ser la Bruja del Oeste. Habrá que esperar para cotejar si, en realidad, es tan malvada como siempre nos han hecho creer.