Sidney Lumet, uno de los directores de la generación de la televisión, firmó con Doce hombres sin piedad un inmejorable debut en el cine con una puesta en escena propia del teatro, ideal para mostrar cómo esos personajes, con número en lugar de nombre, que permanecen encerrados en una sala deben abrir sus mentes para alcanzar un acuerdo en su deliberación. Para cambiar no de chaqueta, que no la llevan por el asfixiante calor que sufren, pero sí de opinión, que es mucho más difícil. Sobre todo cuando once de los doce miembros del jurado votan igual y el componente discordante se empeña en hacer cambiar el sentido del voto.