Crítica de series
'Poker Face' es una de las series del año y no va nunca de farol
SkyShowtime acaba de estrenar en España la serie de éxito en Estados Unidos
Charlie Cale (Natasha Lyonne) posee una habilidad: sabe cuándo alguien está mintiendo. Es, digamos, su súperpoder. Pero, ay, Charlie Cale también tiene una debilidad: no puede quedarse callada ni pasar. Lo ideal sería continuar la huida a bordo de su Plymouth Barracuda, puesto que hay peña de mucha, muchísima pasta que se la tiene jurada. No. Imposible. Cuando Charlie huele que alguien se tira un farol, ella se aferra a la verdad como un perro a un hueso.
De misterios y mentiras, pues, versa Poker Face, una de las sorpresas seriéfilas de este año. En estas épocas de inmediatez resulta raro que un éxito así haya tardado nueve meses en cruzar el charco; enigmas, estrategias y acuerdos de la distribución. El caso es que Poker Face aterriza como uno de los platos más sabrosos de la plataforma SkyShowtime —donde ya destacan la franquicia de Yellowstone o The Offer—. Su aire triunfante nace de un aplauso crítico al que hay que sumarle una buena ristra de actores invitados (Ellen Barkin, Chloe Sevigny, Adrien Brody o Nick Nolte, por citar algunos) y la dirección creativa de Rian Johnson, un nombre conocido tanto en cine (Puñales por la espalda, Star Wars: los últimos Jedi) como en televisión (Johnson dirigió dos de los más inolvidables episodios de Breaking Bad).
Todos estos antecedentes se quedarían en calderilla si no fuera por la portentosa actuación de Natasha Lyonne (Orange is the New Black, Russian Doll) y lo simpático de su personaje. Ella es la energía que hace funcionar Poker Face, la columna vertebral del entretenido tinglado. Con su porte desaliñado, su bravura verbal en el uno contra uno y esa deliciosa voz de haberse bebido un carajillo diario desde la adolescencia, Lyonne impregna a su Charlie un aura de gamberra empatía justiciera que casa a la perfección con el tono desenfadado, ligero, de la serie.
'Poker Face' y la narrativa autoconclusiva
Porque ahí radica otro de las claves del éxito de Poker Face: es un relato de misterio que no se avergüenza de serlo. Al contrario. Johnson reivindica, en estos tiempos de serialidad extrema, el camino contrario: el caso de la semana, la narrativa autoconclusiva. Un movimiento vintage. En el piloto se establecen las reglas del juego dramático y, a partir de ahí, seguimos a la protagonista correteando por América, desfaciendo entuertos y destapando embusteros en cada nueva parada. En las críticas de Poker Face es habitual encontrar referencias al mítico Colombo, a la incombustible Se ha escrito un crimen, e incluso, por aquello de la gestualidad, al procedimental Lie to Me, de moderado éxito hace una década. Son referencias que nos dibujan una idea precisa, sí, pero podríamos completarlas con el aroma road-movie de aventuras como Supernatural, donde paisaje y paisanaje añaden capas a la peripecia del día.
Porque ese moverse de un lugar a otro, ese poner pies en polvorosa, es precisamente el tenue hilo conductor de la historia. En el primer episodio se establece el conflicto de fondo cuando el todopoderoso Sterling Frost Sr., magnate de casinos, decreta caza y captura de Charlie, la protagonista. Una venganza, al fin y al cabo, pero una venganza dilatada. Hay episodios donde en los últimos minutos asoma amenazante Cliff Legrand, el esbirro de Frost interpretado por Benjamin Bratt. Solo asoma, como un recordatorio, como una espada de Damocles; ya habrá tiempo de que agarre el primer plano. Porque como pasaba en emblemas del drama procedimental tipo House, los conflictos horizontales tienden a concentrarse al inicio y final de la temporada.
Entre tanto, una misma estructura narrativa en cada capítulo: los primeros quince minutos presentan el nuevo homicidio para, después, exponer cómo Charlie Cale interactúa antes y después del crimen. Es decir, en Poker Face el misterio no está en quién lo hizo, sino en cómo la protagonista descubrirá el pastel.
Como suele ocurrir en este formato, el carácter marcadamente episódico es un arma de doble filo. Por un lado, hay escenarios con más salero que otros y estas resoluciones más ingeniosas que las de allá; el primer capítulo, por ejemplo, resulta bastante redondo, mientras que el cuarto se hace largo. Por otro, el espectador puede abandonar un episodio si se aburre, puesto que el equilibrio narrativo seguirá ahí al inicio del siguiente, intacto.
Sobre el papel, en estos tiempos de sofisticación seriéfila, Poker Face no parece que tenga las mejores cartas. Sin embargo, su apuesta se ha revelado ganadora por la lustrosa ejecución visual de Johnson, por su desengrasante tono de comedia criminal, por el giro que imprime la redundante estructura temporal y por una carismática protagonista con la que uno se iría de copas hasta el amanecer para discutir sobre pelis de los ochenta. Sabiendo, además, que no haría falta emborracharse para decirle siempre la verdad.