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15 de septiembre de 2024

Bar Vitelli

Fotograma de 'El Padrino' en el Bar Vitelli

Cine

'El Padrino' apela al turismo de la nostalgia

Un recorrido por los emplazamientos sicilianos del rodaje del capítulo inicial de la popular saga de Coppola, con el mítico Bar Vitelli como epicentro, permite comprobar cómo la cultura puede revitalizar hasta un pueblo remoto, sin otra industria más que sus propios encantos

Como bien cuenta Clint Eastwood en una de sus mejores películas, Corazón blanco, cazador negro, cuando John Huston quiso cobrarse un elefante, se inventó el rodaje por tierras de Uganda de otra pieza mayor cinematográfica, La Reina de África, para alcanzar su objetivo. Así que si Francis Ford Coppola se hubiese propuesto filmar las escenas italianas de El Padrino en una aldea remota de la Sicilia profunda por el capricho de comerse un «canolo», servido junto a una buena copa de Malvasia de Lipari, nada habría que objetarle. El resultado final de su inolvidable obra maestra le avala sobradamente.

Mientras ascendemos por las sinuosas curvas, de vez en cuando adornadas por sospechosos ramos de flores estratégicamente emplazados en algunos rincones de las rocosas paredes de la calzada, que conducen hasta Savoca, mi mujer, ejecutiva de la industria audiovisual (cuyo abuelo rodó él mismo varios filmes en Italia), no cesa de criticar a los ejecutivos del estudio americano que le concedieron a Coppola el dispendio de filmar en tan remota ubicación unas escenas de su célebre película. La historia de cómo el director superó los obstáculos para salirse con la suya durante la caótica producción se cuentan, más o menos, en The Offer, la serie de Showtime que se logra ver con agrado si se obvian ciertas licencias.

«¡Imagínate lo que debió suponer traerse al equipo técnico hasta aquí, hace 50 años!», no para de decirme ella, mientras intentamos mantenernos en los estrechos cauces de la carretera evitando la posible colisión con cualquier vehículo que pudiera aparecerse de frente, salido del misterio, por un exceso de velocidad, nada extraño por esta vía. Nuestra travesía pudo completarse en un utilitario descapotable, poco que ver con los pesados vehículos que debían transportar todo lo necesario para una filmación de los tiempos analógicos, debiendo superar esas vías angostas donde en cada recoveco te juegas la vida, además cuando las condiciones del pavimento serían probablemente peores.

Coppola perseguidor afortunado de sus sueños

Nada que objetarle al cineasta. Al contrario, hasta su más reciente filme (que ha costeado en buena parte con la venta de sus propios viñedos), Coppola ha sabido cómo lograr que otros pagasen por permitirle hacer realidad sus sueños (en ocasiones, incluso, hasta procurándoles ganar buen dinero). En eso ha consistido casi siempre el Arte, y el cine es el mayor de los trenes eléctricos, el más complejo, el más caro.

Pero además, la férrea voluntad del realizador, su indeclinable impulso creativo, ha logrado otorgarle hasta hoy a este remoto refugio montañoso una celebridad inesperada, proporcionándole, a mayores de negocio, una cierta vitalidad que lo mantiene lozano y próspero. Sus habitantes han sabido corresponder al detalle dedicándole al autor varios homenajes en forma de esculturas y retratos que adornan algunos de sus más emblemáticos rincones.

Al llegar al Bar Vitelli, donde se rodó la célebre escena en la que Al Pacino (Michael Corleone) primero provoca las iras, e inmediatamente logra calmarlas al expresar la honestidad de sus intenciones, del padre de su primera esposa, Apollonia, tengo que darle la razón a mi acompañante. El establecimiento hostelero, a pesar del encanto que desprende el restaurado palacio, resultado sobre todo de la conexión que lo vincula ya inexorablemente al «Padrino», podía haberse replicado perfectamente en un estudio de Los Angeles, como también ocurre quizá con el interior de la iglesia que luego visitaremos, donde se casa el heredero más joven de Don Vito. Pero, obviamente, el resultado jamás habría sido el mismo.

La silla de Al Pacino en el Bar Vitelli

La silla de Al Pacino en el Bar Vitelli

El paisaje siciliano, protagonista esencial

Lo fundamental se encuentra en el paisaje. A pesar de la pericia de los directores de arte para crear ilusiones, nada puede compararse con la posibilidad de captar en vivo esa dimensión fantástica que Leonardo Sciascia atribuía a Sicilia entera, y que puede percibirse incluso mejor en un paraje remoto como este, habitado por unos pocos centenares de almas. Encaramado en lo alto de una colina sobre la que se divisa el valle con su hechizo de verdes y ocres, a lo lejos se abre paso un intenso brochazo azul de ese mar Jónico donde se libró, en otras costas no tan lejanas, la batalla definitiva entre Octaviano y Marco Antonio, el mismo por el que Odiseo zascandileó aplazando su dilatado regreso a Ítaca. El entorno agreste y su luz inaprensible, un fogonazo intenso de luminosidad, no pueden aprehenderse tan fácilmente.

El apego del siciliano a esta tierra salvaje, de una fertilidad apabullante, trágica y cómica al mismo tiempo (a la entrada del pueblo se exhibe un burro mecánico capaz de rebuznar si se le inserta una moneda), que Michael aprendió a amar y odiar durante los meses largos que transcurrió en el exilio de la patria familiar, no se entendería bien con recreaciones aproximativas. Del mismo modo que el cartón-piedra del «peplum», aquellas míticas pelis de romanos, continúa aún superando en majestuosidad, hondura, esplendor e ingenua verdad a las virguerías animadas del 3D, por más que se esfuerce Ridley Scott.

Tampoco la melancólica música de Nino Rota, cuyo tema amoroso para estas secuencias ya había empleado en otro filme anterior, Fortunatella (por eso le descalificaron en los Oscar de la primera parte), cobraría vida sin la presencia de la desconcertante Trinacria, cuyo origen se remonta a las tres solitarias ninfas que recorrieron el mundo recogiendo lo más hermoso de cada lugar hasta depositarlo en isla tan maravillosa como enigmática.

El Bar Vitelli conserva la silla de Michel Corleone

El inmaculado Vitelli de hoy tiene poco que ver con aquel polvoriento local de la película, aunque mantenga la réplica del rincón en el que el joven Corleone compartió charla con el traidor Fabrizio. Mientras, en el interior del magno inmueble se exhibe, debidamente rotulada, la silla de madera, supuestamente original, que Pacino empleó en el filme, junto con los fotogramas de la cinta que aluden a ese instante y otros que tienen que ver con el romance entre la casi adolescente Apollonia y el joven recién licenciado del ejército, que había dejado a su primera novia aparcada en Nueva York.

A través de los altavoces del local, se percibe nítido y aterciopelado el piano sutil de Bill Evans, algo de agradecer frente a las impersonales versiones «lounge» de grandes éxitos que suelen preferirse estos días para proporcionar algo de impersonal color al ambiente. Aunque inevitablemente se cuela también, entre las conversaciones, la popular música que Nino Rota, el favorito de Fellini, compuso para la banda sonora. No porque el bar la hubiese seleccionado. Al contrario, son los propios turistas quienes escogen por turnos poner en sus móviles, en volumen bien apreciable, o el vals de la ceremonia nupcial del inicio o el Speak softly, my love: nunca, por ejemplo, I have but one heart, la versión en forma de balada de la canción popular italiana, O Marenariello, que Johnny Fontaine interpreta, entre otros regalos, durante el banquete nupcial de la desventurada Connie.

Así sucede en cuanto los clientes deciden regalarse un vídeo personal posando ahora como modernos Corleones de pantalones recortados como el cañón de una «lupara», estratégicamente apoltronados en el par de sillas dispuestas para resaltar ese lugar donde el entonces alevín de padrino decidió, para su pesar, el futuro marcado por «vendettas» de ida y vuelta que pone en marcha el fatal destino de su joven enamorada. Los cazadores de «selfies» de hoy son, en buena parte, norteamericanos acomodados que han descubierto los prodigios de la cercana Taormina con la segunda parte del reconocido serial White Lotus (lo que mantiene abarrotado el Four Seasons a pesar de sus precios estratosféricos), al tiempo que se dejan también caer por aquí, convocados por la leyenda gansteril del Vitelli.

A falta de mayores viandas, el recinto ofrece hoy unas inigualables «granite» (granizadas) de limón junto a una óptima selección de destilados, como la poderosa versión local del clásico Negroni. No obstante, hoy casi todas las mesas aparecen ya teñidas de naranja por el reinado implacable del Aperol Spritz, esa vulgaridad austriaca. La coctelería siciliana, reflejo de su riqueza y variedad, también presenta cuantiosos e insospechados placeres, como documenta una joya bibliográfica publicada no hace tanto, el soberbio libro Sicilian Cocktails de Alessandra Dammone, casi cuatrocientas páginas de ambrosías surgidas del talento de los mejores barmen de la zona, como Salvo Spadaro o Peppe La Sala, acompañadas con un buen puñado de magníficas estampas del país.

La ruta empinada hasta la iglesia de Apollonia

Convenientemente saqueados (los precios de las consumiciones nada tienen que ver con lo que debía pagarse por la versión local de una «grappa» en tiempos de los Corleone), y algo aturdidos por el monótono soniquete de los móviles, repitiendo lo mismo a cada nuevo retrato mecánico de los visitantes, aunque bien satisfechos por la experiencia de haber compartido idéntica localización con el gran Alfred Pacino, quedaría emprender la ardua marcha ascendente a pie hacia el otro emplazamiento cercano de aquel mítico rodaje. Como sugiere Pinkerton en Madama Butterfly, «é un pò dura la scalata» («la subida ha sido un poco fuerte»), pero necesaria hasta alcanzar la iglesia en la que se verifica el enlace entre Michael y Apollonia.

Durante el empinado recorrido hacia el recinto religioso, que permite continuar calibrando la insólita belleza del paraje, con esas vistas impresionantes de la naturaleza siciliana entre sol, mar y montañas, acuden a la cabeza, por turnos, el recuerdo de las voces de dos estupendos tenores de la tierra, Marcello Giordani (al que además tuve el privilegio de tratar mientras vivió) y el histórico Giuseppe Di Stefano. Del primero resuena el eco de Sicilia bedda, un himno a su divina patria, mientras del segundo casi logro susurrar el canto festivo de Chiovu (Aballati), una canción típica del folclore local que se solía interpretar durante los banquetes nupciales, mayormente con jóvenes campesinos, donde resonaban las panderetas.

Al llegar ante la Iglesia de San Nicolò (también de Santa Lucía), tras reparar en el sauco silvestre que da nombre a la población, cesan los interiores sonidos festivos para respetar el silencio en toda su dimensión y concentrarse apenas un instante en la discreta belleza del sagrado edificio, construido sobre un saliente rocoso. Afortunadamente, no hay que guardar cola. Los otros turistas parecen más interesados en la silla donde se sentó Al Pacino, y poder refrescarse con las espléndidas «granite» para amortiguar los efectos de la inclemente canícula, que en los bancos eclesiales que también acogieron a los héroes de ficción.

Iglesia de San Nicolò

Iglesia de San Nicolò

Ignoran que allí, aparte del altar mayor, cerca de la entrada (donde una niña, aburrida por la monotonía del encargo, se limita a cobrar un euro por la visita) han apañado otro singular, en una esquina, para los visitantes donde se exhiben los dos cojines blancos, hoy ya algo desvencijados, que los contrayentes empleaban para arrodillarse durante la ceremonia filmada. Por si hubiera dudas, allí mismo se exhiben fotos del enlace, mientras en la pantalla de un televisor se proyectan estas y otras imágenes del filme; lógicamente las que se realizaron en esta población, que rivaliza con otra próxima, Forza D’Agro, por el protagonismo como centros de acogida de una parte de los rodajes de la trilogía completa que tanta influencia ejerció en la historia del cine y la cultura de masas, como en su propio destino como localidades rescatadas del olvido.

Un esquivo lugareño intenta desanimarnos

A Forza D’Agro acudimos, en primer lugar, confundidos por la apresurada lectura de una guía, pero sobre todo por la torpeza que nos condujo por un desvío equivocado. En este pueblo intentamos que unos lugareños nos orientasen sobre la concreta ubicación del Vitelli. El más joven de los operarios, con su chaleco amarillo, nos endilgó un lacónico: «Non c’è», que podría interpretarse como un descorazonador: «No existe». Pero como soy gallego, y, por tanto, habituado a este tipo de innecesarias, herméticas emboscadas, probé de nuevo con uno de los mayores, que apurando la última calada de su cigarrillo se prestó de inmediato a deshacer el entuerto con unas precisas indicaciones. Debíamos dirigirnos a Savoca. Forza D’Agro quedaba para otra ocasión, porque lo primero es siempre lo primero, y allí se habían desarrollado escenas de la segunda (casi mejor que la inicial) y la tercera (una digna culminación) partes de la saga criminal.

El Padrino no fue ni mucho menos la única, ni siquiera la primera película que sobre la mafia se rodó en Sicilia. Ya en 1948, el realizador Pietro Germi (uno de llos preferidos de Billy Wilder, por delante incluso de De Sica), había tenido el coraje de llevar al cine In nome de la legge (En nombre de la ley), que suscitó una áspera controversia: durante su estreno siciliano, parte del público la jaleó en pie, mientras en varias poblaciones fuerzas locales impidieron su proyección: no celebraban la idea de que la mafia apareciese retratada como parte fundamental de un paisaje en parte teñido de «omertá» y ese primitivo sentido de la justicia que aún encuentra reflejo en cada esquina, adornando pretéritas leyendas.

Homenaje a Coppola frente al bar Vitelli

Homenaje a Coppola frente al Bar Vitelli

La terrible venganza de la mujer celosa

En todas las tiendas de la isla se encuentran, como testimonio de la colorista artesanía local, las llamadas Teste di moro, Cabezas de moro, reflejo de una trágica historia que proviene del siglo X. Una hermosa joven de Palermo cayó rendida ante los encantos de un árabe seductor. Ambos vivieron su inflamado amor hasta que el hombre le comunicó que debía emprender un rápido viaje a su patria donde, según alcanzó a averiguar la chica, le aguardaba su legítima esposa. Desesperada de celos, la chica aguardó hasta su última noche de pasión y, mientras él dormía, segó de un tajo la cabeza de su amante para convertirla, poco después, en un jarrón de flores hecho de terracota, que ella misma se ocuparía periódicamente de regar con dolientes lágrimas.

Bajo sus opulentos jardines, Sicilia oculta, como dice uno de los personajes en el filme de Germi (autor, entre otras, de Divorcio a la italiana), «un mundo misterioso y espléndido, de una áspera y trágica belleza». El mismo que, transformado en arte, aún ahora continúa cautivando a esos viajeros que buscan en Europa, incluso sin saberlo, las raíces de su propia identidad. La salvación del continente, su futuro, consiste en buena medida en eso que ya supusieron intuir los listos habitantes de Savoca y Forza D’Argo: seguir conservando y exponiendo al mundo los resultados de tales indagaciones resueltas en obras de cine, música, arte y literatura. Y a la vez, obteniendo buenos réditos de la gran industria de nuestro tiempo, la nostalgia.

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