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John Wayne, en 'Centauros del desierto'

John Wayne, en 'Centauros del desierto'

Historias de película

'Centauros del desierto', la película de John Ford que compendia todas sus obsesiones como director

En casi todas las listas sobre los mejores wésterns de la historia del cine, Centauros del desierto está siempre en el podio de honor. Considerado por el American Film Institute como el mejor wéstern de la historia del cine, ¿qué tiene esta película de antihéroes, venganza, violencia, racismo y odio que tanto atrapa al público generación tras generación?

Cuando John Ford realizó Centauros del desierto en 1956, llevaba más de veinte años rodando wésterns, un género al que dedicó «solo» 54 películas, de las más de 150 que dirigió. Desde Río Grande, en 1950, el director de origen irlandés no había vuelto al Oeste y lo hizo junto a su guionista habitual, Frank S. Nugent, que ya había escrito para él La legión invencible, El hombre tranquilo o Fort Apache y su actor fetiche, John Wayne, con quien haría 25 películas. Y juntos lograron dotar de una profundidad y una belleza poética a un wéstern que en manos de otros habría sido, sencillamente, uno más.

La película empieza con una mujer que abre la puerta de su cabaña solitaria en medio de Monument Valley atónita ante el regreso del hermano de su marido, un John Wayne poderoso que llega de ninguna parte. El misterio que se cierne en torno al personaje de Ethan Edwards, que lleva años sin hablarse con su hermano y que está enamorado de su cuñada hoy sigue siendo admirable. ¿De dónde viene? ¿Por qué lleva años desaparecido? ¿Para qué ha regresado? No lo sabremos jamás. Pero no importa, porque a la grandeza de este hombre antiheroico, mucho más insondable y oscuro que el de novela de Alan Le May, le favorece ese halo enigmático.

Una terrible matanza hará que Edwards emprenda un viaje que durará años en busca de una de sus sobrinas que ha sido raptada por los comanches. Unos comanches a los que él, racista e inmisericorde, odia por encima de todas las cosas. Y así se formó la odisea fordiana por antonomasia, con una larga búsqueda. No en vano, en inglés la película se llama The searchers (Los buscadores).

Si John Wayne tiene eso que se llama «el papel de su vida», seguramente el del wéstern sea este. Pues en él radica el compendio de los valores del pistolero del Oeste: valor, honestidad, constancia, eficacia y un particularísimo sentido de la justicia. Sin embargo, su Ethan Edwards es mucho menos honorable que otros personajes de su larga carrera y, seguramente por eso, porque su odio hacia los indios y su deseo de venganza es tan primario e intenso, es mucho más real que los héroes monolíticos de otros wésterns.

Wayne (que homenajeó al actor Harry Carey con el ya famoso gesto de sujetarse el codo derecho con la mano izquierda) estuvo a punto de rechazar el papel. Su compromiso con la Warner para hacer Tras la pista de los asesinos no le permitía aceptar más trabajos ese año. Pero su amigo Randolph Scott —otro de los grandes actores del género—, acabó protagonizando el filme y Wayne pudo imprimir su leyenda. Ethan Edwards es odioso, cruel, letal y obsesivo y, al mismo tiempo, despierta en el espectador una extraña compasión. Es un personaje triste. Es un hombre, sin más, pero nunca un héroe.

Junto a Wayne estuvieron Ward Bond, Jeffrey Hunter, Vera Milles y Natalie Wood que con la decadente y melancólica música de Max Steiner (compositor de Lo que el viento se llevó y Casablanca) conformaron un relato único sobre la soledad. Sobre lo tremendamente cruel que puede ser la vida lejos de la civilización, de los colonos, de las ciudades, de lo mejor de aquella joven nación llamada América.

Centauros del desierto, incomprendida en su momento por su sombría temática, es una obra de arte rotunda, «cultural, histórica y estéticamente significativa» para la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Es la quintaesencia del cine de Ford donde se dan cita algunos de los más hermosos contrastes de su filmografía tales como la necesidad de la comunidad frente al individualismo, la búsqueda de la paz a través de la violencia, la defensa de la familia desde la soledad, la construcción de una civilización mediante la destrucción de otra, la demostración del amor desde el odio más visceral. Una historia profundamente humana, en definitiva, donde nuestro Ethan Edwards no lleva espuelas de plata, sino unas viejas botas manchadas de barro.

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