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The Pitt puede verse en Max

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Crítica de series

'The Pitt', la serie que ha vuelto a poner de moda el drama médico

El último episodio de la primera temporada de la serie de Max es la radiografía de una colmena al límite

«Creo que por fin he entendido por qué sigo viniendo. Está en nuestro ADN. Es lo que hacemos, no podemos evitarlo. Somos las abejas que protegen la colmena». En el último episodio de The Pitt, tras una jornada inhumana de urgencias, uno de los médicos jefes se sincera así con su colega. La frase, más allá de cerrar el turno —y la temporada— con un subrayado emocional, funciona como síntesis del impulso narrativo que guía esta serie que lleva tres meses dando que hablar: una necesidad visceral, casi biológica, de cuidar, de resistir y de seguir. También, en el fondo, de narrar.

Una narración que no es, desde luego, para disfrutar mientras uno cena sopa de tomate y ensalada con remolacha. Porque The Pitt, como su nombre sugiere, se adentra en el foso más oscuro del drama hospitalario: miembros amputados, huesos que crujen como ramas secas al ser reducidos, heridas abiertas a bisturí limpio y, sobre todo, litros y litros de sangre. Un crudo realismo quirúrgico que justifica su efectismo golpeando al espectador con una realidad implacable que suele suavizarse en prime time. Aquí no: el verismo como marca de estilo y la aspereza visual como reclamo. Por eso no hay fundidos a negro ni músicas de violines cuando el paciente muere.

Y, sin embargo, entre tanto dolor y adrenalina, late algo profundamente humano. Una historia que empieza como déjà vu de la mítica Urgencias y acaba dibujando un retrato coral con sabor propio. El resultado podría haber sido una cáscara vacía, un revival nostálgico sin sustancia. The Pitt lo evita, por un lado, mezclando el ritmo en tiempo real —donde el cansancio y el estrés van acrecentándose— con ese mencionado acercamiento sensorial de punzante realismo. Pero, sobre todo, hay un tercer elemento: R. Scott Gemmill y John Wells manejan un extraño, pero eficaz equilibrio entre el estereotipo y la autenticidad de sus personajes. Hay movimientos melodramáticos trillados y esperables, y otros que le pegan un revolcón simpático o inédito al relato.

Esto implica que, narrativamente, no todas las líneas ni caracteres funcionen igual. La coralidad es un arma de doble filo. Hay personajes bien trabajados, que mantienen el tipo —el doctor Robby, eficaz y torturado; Mel, tan excéntrica como tierna; el granjero Whitaker—, otros que ganan enteros conforme avanza la trama —el doctor Abbott interpretado por Shawn Hatosy, la enfermera jefa Dana— y algunos que cambian de personalidad demasiado rápido o se mantienen algo insípidos en su previsibilidad —las jóvenes Santos o Javadi—.

Lo que sí hace con bastante astucia The Pitt es reivindicar el clasicismo en tiempos de hipernovedad (una serie en plano-secuencia, otra ambientada en Tailandia, la de más allá adaptando un videojuego apocalíptico). Frente al streaming que fuerza la originalidad como sello, The Pitt abraza con orgullo las formas narrativas de hace veinte años. No inventa la rueda, pero sabe rodar con estilo. Es hospitalaria, sí. Es episódica, también. Pero no por ello renuncia a dejar poso. De hecho, la estructura de tiempo real (quince horas en quince episodios) imprime tensión continua y permite jugar con tres ritmos: el vertiginoso de los casos urgentes, el dilatado de los casos que se extienden durante varios capítulos y el más íntimo y fluctuante de las relaciones personales. Esa triple dinámica apuntala parte del atractivo de la serie: casos como el de la madre que finge síntomas para que atiendan a su problemático adolescente o el del «hijastro» del protagonista estiran una dimensión emocional que se va retroalimentando hasta el clímax.

Un clímax que comienza en el memorable episodio 12, cuando el hospital se transforma en un campamento de guerra tras un tiroteo masivo en un concierto cercano. La urgencia se vuelve caos, las batas se tiñen de rojo y el relato hace cima: adrenalina, pánico, coraje y decisiones imposibles. Triaje y pulseras de colores. Ahí es donde The Pitt echa el resto y conquista a los dudosos que solo vinieron por la precisión terminológica o la nostalgia de Meredith Grey o John Carter.

Bajo esta capa de acción frenética y decisiones vitales, subyace una determinada sensibilidad que la serie proyecta, aunque sin un discurso explícito. Esta se revela, por ejemplo, en el modo en que The Pitt aborda ciertos temas en los que no levanta una pancarta pero sí deja ondear ciertas banderas. No milita, pero tampoco disimula su sesgo. Así, sin sermonear deja clara la sensibilidad progresista que se cuela —con mayor o menor fortuna— en algunas tramas: transexualidad, aborto o la relación entre la sanidad y el capitalismo son algunos de los temas delicados que tienen su minuto de gloria, tratados con respeto sí, pero también con cierto trazo grueso. Ahí el guion prefiere las certezas morales al matiz incómodo, de modo que más que abrir preguntas las despacha con una resolución complaciente. En su afán por no incomodar a nadie se le escapa la oportunidad de explorar más a fondo sabrosos dilemas éticos. Sin embargo, y a pesar de sus posibles limitaciones en la exploración de temas complejos, la conexión emocional de The Pitt con el público es innegable.

Conmueve. Te lleva al límite. Te tensa. Te reconcilia. Quizá el desenlace se vuelva un poco previsible: redenciones, lágrimas, discursos, abrazos y cervezas de despedida. Pero qué más da; después de un viaje emocional tan intenso, el espectador también se ha ganado ese respiro: ha sudado junto a los protagonistas, se ha manchado de sangre, ha sufrido la pérdida, celebrado las pequeñas victorias y sentido cada latido del drama. Es precisamente esta visceralidad, este retrato de la lucha constante y desigual frente a la muerte, lo que eleva el nivel y el enganche del relato.

Por todo ello, The Pitt se ha ganado su sitio en la historia de las ficciones hospitalarias. No por innovadora, sino por intensa, por recordar que en los pasillos de un hospital no solo se lucha contra la muerte sino también por el sentido de la vida; y que a veces, como deja entrever ese último turno infernal, no hacemos lo que hacemos porque queramos, sino porque no sabríamos vivir de otra forma: «Está en nuestro ADN». Y quizá por eso, mientras el resto del mundo duerme, alguien en The Pitt seguirá luchando por la vida, como sugiere esa última sirena: no por la gloria, el prestigio o el dinero, sino porque proteger la colmena es lo único que saben hacer.

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