Lo sabía
Francisco vino a suceder a dos Santos Padres descomunales. La fe del carretero, la fuerza de la resistencia, la libertad en los países comunistas, los viajes alrededor del mundo, y Benedicto, la mística, la inteligencia, las artes y la valentía de resignar su Papado «por no sentirme con fuerzas para seguir representando a Dios en la Tierra»
Tengo para mí que lo sabía o intuía. Su esfuerzo durante la Semana Santa le ha rendido la vida. Ha visitado el hospital en el que estuvo casi dos meses librando su lucha contra la muerte. Ha estado con una treintena de presos en la prisión de Regina Coelli. Ha recorrido la plaza de San Pedro despidiéndose de quienes pasaban por ahí y de los miles de fieles que acudían a diario al Vaticano a rezar por su salud, ha salido al balcón para bendecir «urbi et orbi» a todos los cristianos del mundo el Domingo de Resurrección. Y ha recibido con dolorosa discrepancia al vicepresidente de los Estados Unidos, Vance, enviado de Trump, con quien no coincide en sus políticas de inmigración. Y el lunes de la Pascua de la Resurrección, a la 7, 35 de la mañana «ha tornato al suo Signore».
No me siento con autoridad ni sabiduría para opinar del Papado de Francisco. Los Sumos Pontífices son valorados con el tiempo de la Iglesia que no es el mismo que el del resto de los seres humanos. Ese «Dios Dirá» que acostumbran a pronunciar los cardenales y obispos cuando se sientan en un pequeño aprieto, significa que Dios se ocupará del asunto en discusión en dos o cuatro siglos, porque la Iglesia es, entre otras cosas, la inteligentísima guardiana de la Eternidad. Mi viejo amigo, el extraordinario Embajador de España cerca de la Santa Sede – Pablo VI-, y Wasington, Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, me decía que comparar una gestión con los cardenales con los los miembros del Congreso, el Senado y el Pentágono en los Estados unidos, no tenía color. Otro gran embajador político, Francisco Vázquez –Benedicto XVI-, ante la Santa Sede coincide. El tiempo de los americanos, mal que les pese, es el nuestro. El de la Iglesia, hay que permanecer atentos durante dos siglos a que Dios diga lo que Dios dírá. Y no falta el sentido del humor entre los cardenales. Don Juan De Borbón recibió en la Embajada de España al secretario de Estado de la Santa Sede, al hombre con más brillo de inteligencia en su mirada que he conocido jamás. Eran tiempos del arrebatador y santo súbito Juan Pablo II. En los brindis, Don Juan se deshizo en elogios a la figura de Santo Padre polaco, y en su respuesta, monseñor Casaroli confirmó sus coincidencias con todos los elogios, «no obstante tenga algún defecto». Con curiosidad, Don Juan le preguntó a Casaroli cual era el defecto del Papa, y éste sonriendo, se lo reveló. «A veces cree demasiado en Dios, incluso para cuestiones mínimas».
Francisco vino a suceder a dos Santos Padres descomunales. La fe del carretero, la fuerza de la resistencia, la libertad en los países comunistas, los viajes alrededor del mundo, y Benedicto, la mística, la inteligencia, las artes y la valentía de resignar su Papado «por no sentirme con fuerzas para seguir representando a Dios en la Tierra». Época de dos Papas.
Francisco, como buen argentino, metió la pata más de una vez por hablar demasiado. Aquello de que no visitaría España mientras estuviera en guerra, no cayó bien por aquí. Pero poco a poco se fue ganando la devoción de los díscolos, aunque sus nombramientos siempre tuvieron que ir acompañados de explicaciones.
Ha fallecido el Papa de la Misericordia. Un día más tarde de la Resurrección del Señor. Estará en la gloria, bendiciendo a los que le criticamos.
Dios dirá.